El Arte no existe. Tan sólo existen los artistas. Con estas palabras comienza esta historia del arte contada por E.H. Gombrich. Con ellas podríamos resumir la esencia de este magnífico manual para neófitos. Como tampoco existe el Amor, la Belleza, la Justicia, la Paz...; todo ello forma parte del mito del marco común al que nos hemos referido alguna vez bajo la inspiración de Popper. De este modo, sólo existe el hombre con sus falibles aspiraciones; algunas de ellas plasmadas sobre el lienzo, el mármol o la simple pared de una cueva. El poder creador del artista y su esfuerzo por hallar soluciones a los problemas a los que en cada época tuvo que enfrentarse, muchas veces contracorriente, es el elemento definitorio de la permanente búsqueda de la armonía y de la belleza por el ser humano.
El profesor Ernest Gombrich, redactó este compendio en los años posteriores a la segunda guerra mundial, y, fue publicado, por primera vez, en 1950. Nacido en Viena en 1909, se instaló en Londres en 1937, formando parte del cuerpo facultativo del Instituto Warburg. Desde 1959 hasta su retiro en 1976 dirigiría la Universidad de Londres, en donde impartiría historia de las tradiciones clásicas. Unos años antes, en 1938, gran parte de su familia, de origen judío, fue asesinada por los nazis tras el «Anschluss» de su Austria natal. Sin duda alguna, esta obra, traducida a más de 20 idiomas, es de lectura obligada para legos y estudiantes que quieran acercarse al maravilloso mundo del arte con la retina de un apasionado del espíritu creativo del hombre.
Desde las pinturas rupestres de Lascaux al edificio de la Bauhaus de Dessau, apreciamos una constante en el esfuerzo creador del ser humano que gira espontáneamente en torno a la búsqueda de la armonía en las formas, en los colores, en los sentidos, en la utilidad de las estructuras. Para Gombrich no es cierto que el espíritu de una época predetermine la calidad de una obra; ni que la rueda del arte se mueva impulsada por las aguas de Heráclito que fluyen inexorablemente hacia un destino prefijado. Esa fe ciega en el progreso y el cambio, según él, ha adormecido el espíritu crítico, facilitando el desarrollo de una obsesión enfermiza por la aceptación de todo lo nuevo. Esa tolerancia sin límites, si bien abre nuevas oportunidades a nuevos artistas y tendencias, conlleva un gran peligro: el de la propia negación del artista que, por vanguardista que pretenda parecer, debe mantener la aspiración de lo bello, de lo sublime, de la superación de las dificultades pictóricas, escultóricas o arquitectónicas que elevan su obra por encima de lo común. Lo que critica Gombrich no es la vuelta al primitivismo de Gauguin o Matisse, ni el expresionismo de Barlach o Kokoschka, que pretendían romper los arquetipos del arte burgués - «épater le bourgeois» -, sino la mediocridad en la que cae muchas veces el artista por la pereza de saber que haga lo haga su obra va ser aceptada por un público sin criterio. Del experimentalismo hemos pasado a la deconstrucción del arte como medio para anular al artista y ensalzar la mediocridad colectiva.
No obstante, el selecto recorrido por el que nos guía este gran maestro, desde el misticismo de los primeros pobladores de la tierra hasta nuestros días, es una auténtica alegoría del poder creador delos grandes genios que nos legaron su esfuerzo y sabiduría.
Los egipcios representaron sus figuras conceptualmente, con unos patrones alejados de la realidad, pero siguiendo un orden que pretendía mostrar al espectador las principales partes del cuerpo humano en su forma más característica. Así, en el retrato de Hesire, los ojos frontales se sitúan en una cabeza vista de lado; el tórax visto de frente sobre unas piernas laterales y, curiosamente, dos pies izquierdos. Estasimplicidad casi infantil guardaba un esquema racional y un orden no menos hermoso que en épocas posteriores.
El arte griego revolucionaría esta visión metafísica del artista mediante las formas naturales y el escorzo. Fidias, Mirón, Praxíteles, Lisipo, dieron vida a sus figuras, humanizando su rostro y mostrando la belleza del cuerpo humano idealizada. Los romanos nos transmitieron el legado helenístico, y a ellos debemos la gracia de poder admirar el estatuario griego como el Apolo de Belvedere. Aunque su originalidad refulgiría en el apogeo de su poder a través de la arquitectura civil; con sus acueductos, sus baños públicos, sus arcos de triunfo, su impresionante Coliseo.
El Papa Gregorio el Grande, en el siglo VI, señalaría el camino a seguir en un momento en que se discutía el carácter pagano de las estatuas y su conveniencia, al entender la pintura como la escritura de los que no saben leer y, por tanto,como un medio para transmitir la palabra sagrada a los seglares. Esta tendencia inspirará el arte en los siglos venideros hasta el Renacimiento italiano en el siglo XIV.
El renacimiento es el descubrimiento de los grandes maestros de Grecia y Roma, de la grandiosidad y nobleza del arte, de la ciencia de la cultura clásica, que habían sido enterrados por el arte gótico de los bárbaros. El pintor, Giotto di Bondone; el arquitecto, Brunelleschi; más tarde, Massaccio, Donatello; Jan Van Eyck, en el Norte; resucitaron el amor por la belleza de la realidad alejada de los estereotipos poco verosímiles de maestros anteriores.
Sería tarea superflua y azarosa tratar de condensar en pocas líneas la grandeza de los maestros italianos como Leonardo, Miguel Ángel, Ticiano, Bellini, Fra Angélico, Boticcelli, Mantegna y tantos otros, que revolucionaron la cultura y el arte mediante el redescubrimiento de los clásicos. No por ello, Gombrich sitúa el arte gótico en un plano menor sino simplemente en una época diferente y con soluciones distintas a problemas distintos. Es sorprendente, en este sentido, cómo los grandes artistas han sabido innovar y deslumbrar a sus contemporáneos, aun resquebrajando sus esquemas. Existieron asídistintas corrientes de pensamiento y discusiones sobre la belleza, ya fuera pintada con la crudeza de Caravaggio o idealizada por Carracci. Pero todas estas corrientes compartieron su embelesamiento por la naturaleza y la sensibilidad por las obras de la antigüedad clásica.
El estilo tras el Renacimiento fue denominado Barroco, aunque en arquitectura los arquitectos han seguido empleando hasta nuestros días las mismas formas básicas: columnas, pilastras, cornisas, entablamientos y molduras. Barroco significa en realidad grotesco, y este término fue empleado por los defensores de la pureza del estilo clásico, cuyas reglas no debían ser profanadas.
A partir de la Revolución francesa, se produce una ruptura en la tradición al racionalizar el artista los estilos a los que se adhiere. Es consciente a partir de ese momento de su estilo y elige los temas y la fidelidad con que reproduce la naturaleza; no es ya un pintor de corte sino un inventor de nuevos movimientos. Al principio, esta ruptura de la tradición estimulará la compra de Arte -con A mayúscula- y la fabricación en serie de las obras. En arquitectura esta vulgarización del arte tuvo como consecuencia que los edificios tenían que adaptarse al estilo -gótico, barroco, renacentista- más conveniente sin prestar atención a la función a la que iba destinado.
La disconformidad con los convencionalismos oficiales llevaría a pintores como Courbet a apegarse a la realidad, a la manera de Caravaggio, en su nuda sinceridad. Otros, igualmente hastiados, buscaron la belleza a expensas de la realidad. La única fidelidad que debía mantenerse era la de la propia conciencia del artista. La impresión general del cuadro era más importante que su exactitud. Manet, Renoir, Monet, Pisarro, se sirvieron de las estampas coloreadas japonesas para reinventar el arte y superar el reto que suponía la cámara fotográfica, mediante la experimentación de los colores y las formas. Otros, como Van Gogh, Cézanne y Gauguin, optaron por la vuelta al primitivismo, perdiendo profundidad y preservando la espectacularidad del colorido.
El arte moderno no debe entenderse en términos de progreso sino, como sostiene Gombrich, como respuesta a ciertos problemas concretos. En la arquitectura acabaría triunfando el funcionalismo de los estilos ingenieriles de la Bauhaus frente al manierismo artístico. Mientras, en otras artes se desencadenaría un frenesí de innovación que ahondará en la experimentación de los colores del fauvismo deMatisse o su sacrificio a favor del modelado formal del cubismo de Picasso. E.H. Gombrich no deja de reconocer este esfuerzo creativo que ha revolucionado las artes, pero advierte acerca de la peligrosa deriva hacia la pereza del artista avant la lettre, acostumbrado al reconocimiento incondicional del público, que fagocita cualquier cosa, siempre que se escupa con la suficiente desvergüenza para embotar su razón crítica.
El profesor Ernest Gombrich, redactó este compendio en los años posteriores a la segunda guerra mundial, y, fue publicado, por primera vez, en 1950. Nacido en Viena en 1909, se instaló en Londres en 1937, formando parte del cuerpo facultativo del Instituto Warburg. Desde 1959 hasta su retiro en 1976 dirigiría la Universidad de Londres, en donde impartiría historia de las tradiciones clásicas. Unos años antes, en 1938, gran parte de su familia, de origen judío, fue asesinada por los nazis tras el «Anschluss» de su Austria natal. Sin duda alguna, esta obra, traducida a más de 20 idiomas, es de lectura obligada para legos y estudiantes que quieran acercarse al maravilloso mundo del arte con la retina de un apasionado del espíritu creativo del hombre.
Desde las pinturas rupestres de Lascaux al edificio de la Bauhaus de Dessau, apreciamos una constante en el esfuerzo creador del ser humano que gira espontáneamente en torno a la búsqueda de la armonía en las formas, en los colores, en los sentidos, en la utilidad de las estructuras. Para Gombrich no es cierto que el espíritu de una época predetermine la calidad de una obra; ni que la rueda del arte se mueva impulsada por las aguas de Heráclito que fluyen inexorablemente hacia un destino prefijado. Esa fe ciega en el progreso y el cambio, según él, ha adormecido el espíritu crítico, facilitando el desarrollo de una obsesión enfermiza por la aceptación de todo lo nuevo. Esa tolerancia sin límites, si bien abre nuevas oportunidades a nuevos artistas y tendencias, conlleva un gran peligro: el de la propia negación del artista que, por vanguardista que pretenda parecer, debe mantener la aspiración de lo bello, de lo sublime, de la superación de las dificultades pictóricas, escultóricas o arquitectónicas que elevan su obra por encima de lo común. Lo que critica Gombrich no es la vuelta al primitivismo de Gauguin o Matisse, ni el expresionismo de Barlach o Kokoschka, que pretendían romper los arquetipos del arte burgués - «épater le bourgeois» -, sino la mediocridad en la que cae muchas veces el artista por la pereza de saber que haga lo haga su obra va ser aceptada por un público sin criterio. Del experimentalismo hemos pasado a la deconstrucción del arte como medio para anular al artista y ensalzar la mediocridad colectiva.
No obstante, el selecto recorrido por el que nos guía este gran maestro, desde el misticismo de los primeros pobladores de la tierra hasta nuestros días, es una auténtica alegoría del poder creador delos grandes genios que nos legaron su esfuerzo y sabiduría.
Los egipcios representaron sus figuras conceptualmente, con unos patrones alejados de la realidad, pero siguiendo un orden que pretendía mostrar al espectador las principales partes del cuerpo humano en su forma más característica. Así, en el retrato de Hesire, los ojos frontales se sitúan en una cabeza vista de lado; el tórax visto de frente sobre unas piernas laterales y, curiosamente, dos pies izquierdos. Estasimplicidad casi infantil guardaba un esquema racional y un orden no menos hermoso que en épocas posteriores.
El arte griego revolucionaría esta visión metafísica del artista mediante las formas naturales y el escorzo. Fidias, Mirón, Praxíteles, Lisipo, dieron vida a sus figuras, humanizando su rostro y mostrando la belleza del cuerpo humano idealizada. Los romanos nos transmitieron el legado helenístico, y a ellos debemos la gracia de poder admirar el estatuario griego como el Apolo de Belvedere. Aunque su originalidad refulgiría en el apogeo de su poder a través de la arquitectura civil; con sus acueductos, sus baños públicos, sus arcos de triunfo, su impresionante Coliseo.
El Papa Gregorio el Grande, en el siglo VI, señalaría el camino a seguir en un momento en que se discutía el carácter pagano de las estatuas y su conveniencia, al entender la pintura como la escritura de los que no saben leer y, por tanto,como un medio para transmitir la palabra sagrada a los seglares. Esta tendencia inspirará el arte en los siglos venideros hasta el Renacimiento italiano en el siglo XIV.
El renacimiento es el descubrimiento de los grandes maestros de Grecia y Roma, de la grandiosidad y nobleza del arte, de la ciencia de la cultura clásica, que habían sido enterrados por el arte gótico de los bárbaros. El pintor, Giotto di Bondone; el arquitecto, Brunelleschi; más tarde, Massaccio, Donatello; Jan Van Eyck, en el Norte; resucitaron el amor por la belleza de la realidad alejada de los estereotipos poco verosímiles de maestros anteriores.
Sería tarea superflua y azarosa tratar de condensar en pocas líneas la grandeza de los maestros italianos como Leonardo, Miguel Ángel, Ticiano, Bellini, Fra Angélico, Boticcelli, Mantegna y tantos otros, que revolucionaron la cultura y el arte mediante el redescubrimiento de los clásicos. No por ello, Gombrich sitúa el arte gótico en un plano menor sino simplemente en una época diferente y con soluciones distintas a problemas distintos. Es sorprendente, en este sentido, cómo los grandes artistas han sabido innovar y deslumbrar a sus contemporáneos, aun resquebrajando sus esquemas. Existieron asídistintas corrientes de pensamiento y discusiones sobre la belleza, ya fuera pintada con la crudeza de Caravaggio o idealizada por Carracci. Pero todas estas corrientes compartieron su embelesamiento por la naturaleza y la sensibilidad por las obras de la antigüedad clásica.
El estilo tras el Renacimiento fue denominado Barroco, aunque en arquitectura los arquitectos han seguido empleando hasta nuestros días las mismas formas básicas: columnas, pilastras, cornisas, entablamientos y molduras. Barroco significa en realidad grotesco, y este término fue empleado por los defensores de la pureza del estilo clásico, cuyas reglas no debían ser profanadas.
A partir de la Revolución francesa, se produce una ruptura en la tradición al racionalizar el artista los estilos a los que se adhiere. Es consciente a partir de ese momento de su estilo y elige los temas y la fidelidad con que reproduce la naturaleza; no es ya un pintor de corte sino un inventor de nuevos movimientos. Al principio, esta ruptura de la tradición estimulará la compra de Arte -con A mayúscula- y la fabricación en serie de las obras. En arquitectura esta vulgarización del arte tuvo como consecuencia que los edificios tenían que adaptarse al estilo -gótico, barroco, renacentista- más conveniente sin prestar atención a la función a la que iba destinado.
La disconformidad con los convencionalismos oficiales llevaría a pintores como Courbet a apegarse a la realidad, a la manera de Caravaggio, en su nuda sinceridad. Otros, igualmente hastiados, buscaron la belleza a expensas de la realidad. La única fidelidad que debía mantenerse era la de la propia conciencia del artista. La impresión general del cuadro era más importante que su exactitud. Manet, Renoir, Monet, Pisarro, se sirvieron de las estampas coloreadas japonesas para reinventar el arte y superar el reto que suponía la cámara fotográfica, mediante la experimentación de los colores y las formas. Otros, como Van Gogh, Cézanne y Gauguin, optaron por la vuelta al primitivismo, perdiendo profundidad y preservando la espectacularidad del colorido.
El arte moderno no debe entenderse en términos de progreso sino, como sostiene Gombrich, como respuesta a ciertos problemas concretos. En la arquitectura acabaría triunfando el funcionalismo de los estilos ingenieriles de la Bauhaus frente al manierismo artístico. Mientras, en otras artes se desencadenaría un frenesí de innovación que ahondará en la experimentación de los colores del fauvismo deMatisse o su sacrificio a favor del modelado formal del cubismo de Picasso. E.H. Gombrich no deja de reconocer este esfuerzo creativo que ha revolucionado las artes, pero advierte acerca de la peligrosa deriva hacia la pereza del artista avant la lettre, acostumbrado al reconocimiento incondicional del público, que fagocita cualquier cosa, siempre que se escupa con la suficiente desvergüenza para embotar su razón crítica.
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