viernes, diciembre 22, 2006

La economía en una lección - Henry Hazlitt

Ni en tres días ni en mil años aprendería Zapatero economía. No porque sea bobo de solemnidad (quiero decir no sólo), sino porque padece lo que Mises denominaba el complejo de Fourier. Una suerte de neurosis que hace que el afectado transforme la realidad por considerarla demasiado dura adaptándola a sus deseos. Así, el neurótico unge las heridas dejadas por sus frustraciones con el bálsamo de Fierabrás que tanto montapara culpabilizar a otros de su incapacidad para acometer sus ansiados planes de infancia como para recrear en este mundo el paraíso terrenal. En esa inalcanzable sociedad idílica los bienes son superabundantes y la miel mana de los árboles al igual que en la Edad de Oro de los mitos órficos de la creación. Es Jauja. Es Socialismo.



Para aprender economía, una persona en su sano juicio sólo necesita el tiempo suficiente para saborear este lúcido análisis de Henry Hazlitt cuyo estudio abordamos aquí. A lo largo de su dilatada carrera periodística Hazlitt laceró descarnadamente las políticas intervencionistas, atacando, entre otras medidas keynesiánicas, el New Deal y el sistema de tipos de cambios fijos de Bretton Woods y prediciendo el esquema inflacionista que llevaría a Nixon en los años 70 a dejar flotar libremente el dólar desligándolo del patrón oro. Ya en 1947 escribió Will dollars save the World? en el que criticaba el Plan Marshall (20.000 millones de dólares, es decir el 1% del PIB de EEUU) por representar el Estado de Bienestar a escala internacional. Europa no es hoy más que esa caricatura de sociedad lastrada por años de sobreprotección norteamericana. Un Continente acostumbrado a su dosis de morfina diaria que le ha permitido mantener un discurso moral ajeno a las realidades de un mundo que exige mancharse las manos. ¿Quién lo hubiera dicho hace 50 años? Quien simplemente se hubiera dejado asesorar por el clarividente Hazlitt.



Denuncia, el que durante muchos años fuera columnista del New York Times, y posteriormente del Newsweek, fase en que alumbraría este libro, los sofismas que envuelven la Economía. Todos esos prejuicios y falsedades que llevan a los detractores del libre mercado a atribuirle cualquiera de los males que ponen en peligro el bien común. Su argumento central estriba en que los gobiernos sólo tienen en cuenta los aspectos más inmediatos sin fijarse en las consecuencias generales de sus actos. Así, la lección podría resumirse de la siguiente manera: El arte de la Economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier acto o medida política y no meramente sus consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo, sino sobre todos los sectores.



Braman muchos contra las bondades del capitalismo. Le acusan de beneficiar a los más pudientes. La literatura está plagada de tan burdas mentiras. Muchas de ellas gravadas en el subconsciente por la parodia de los inicios de la industrialización en obras como los Miserables de Victor Hugo, Tiempos difíciles de Dickens, o, en un plano más técnico, los Nuevos principios de Economía Política de Sismondi en los que se ponía en evidencia las desigualdades del nuevo sistema económico. Fue este último quien acuñó la palabra proletariado en referencia a los proletarii, la clase más baja de la antigua Roma. Quizá sea cierto que en sus inicios el capitalismo no tuvo en cuenta el factor humano de la producción, pero con el tiempo y su desarrollo éste es un elemento esencial tanto en el engranaje fabril como en la fase de comercialización. Las empresas que triunfan son las que tienen satisfechos a sus empleados y a los consumidores. Así, los atávicos detractores se olvidan, sin embargo, de que el bienestar que hoy disfrutamos, y que haría sonrojar de envidia a los señores feudales de la edad media, es fruto del liberalismo. La riqueza no se mide por los metales preciosos que se atesoran en una cámara sellada sino por la eficiencia de los factores de producción: el capital y el trabajo.



Implacablemente, con aplastante racionalidad, desmonta Hazlitt uno por uno los tópicos del marxismo, y de su versión light -no por edulcorada menos dañina- el socialismo. Si bien determinadas obras son necesarias para cumplir el gobierno con sus funciones primordiales (garantizar la vida y hacienda de las personas) la gran mayoría de las obras públicas son superfluas. Especialmente las que pretenden combatir el paro, argumento keynesiánico por excelencia y muy de moda en los años 30. Es cierto, dice, que determinados obreros podrán beneficiarse de la obra pública, pero esas obras se financian con exacciones fiscales por lo que por cada dólar menos en los bolsillos de los contribuyentes, un dólar menos para gastar en otras necesidades que a su vez crearían empleo en otros sectores. Los demagogos dirán que el puente era necesario y que ha servido para crear tantos empleos, sin embargo lo que no dicen es cuántos empleos se han dejado de crear a causa de la desviación de fondos. Además, una excesiva carga fiscal ahuyenta la inversión privada y la productividad generando más pobreza y más paro. En esto la política del Partido Popular ha sido, aunque timorata, correctamente enfocada en los años de Gobierno de Aznar, ahí están los resultados. La Comunidad de Madrid sigue la misma línea reduciendo la presión fiscal sobre los ciudadanos. Y es que la derivada es muy sencilla: a menor carga fiscal, mayor productividad; a mayor productividad, mayor recaudación. Lo demás no son más que falacias destinadas a ahogar la iniciativa privada y engordar algunos bolsillos y el peso opresivo de lo público sobre los ciudadanos.



Algunos defienden la reducción de la jornada laboral a 35 horas. Quizá esa limitación en los orígenes del industrialismo tenía razón de ser, especialmente por cuestiones de salud, pero hoy en día no tiene sentido seguir amparando tales medidas. Entienden sus defensores que al reducir la jornada de trabajo se crean nuevos puestos de trabajo. Omiten señalar que para que eso se produzca, sin llevar a la ruina a las empresas,es necesario dividir también el salario bajo riesgo de aumentar los costes de producción. Igualmente sucede con el salario mínimo. Su implantación por Decreto desincentiva la contratación, impidiendo que trabajadores de baja cualificación puedan prestar sus servicios por el precio de mercado. Así, sólo contribuye a crear paro, en mayor medida cuando los subsidios de desempleo en muchos casos superan el salario mínimo interprofesional. La mejor manera de incrementar los salarios es incrementando la productividad. A esta tarea han contribuido grandemente los avances técnicos. En efecto, siempre ha habido quien ha acusado a las máquinas de generar desempleo. Nada más alejado de la realidad. Sería como decir que la invención de los vehículos a motor ha mandado al paro a miles de muleros. Por el contrario, las máquinas aumentan la productividad aunque puedan obligar a determinados sectores a reciclarse.



Otro de los principales enemigos de la economía para el fallecido columnista de Newsweek es la inflación. Así, algunos creen que emitiendo más dinero y repartiéndolo entre todos equitativamente se acabaría con la pobreza. ¡Insensatos! El dinero tiene el valor que el mercado le adjudique, el valor de los bienes que con él se puedan comprar. La riqueza de un país se mide no por el capital sino por su productividad y ésta sólo se mejora mediante una mayor eficiencia de los procesos de producción. La inflación es así una de las peores formas de tributación.



Liberalismo significa libertad. Libertad y seguridad son dos de las premisas básicas para mejorar las condiciones de vida del ser humano. Liberalismo significa que los factores de producción se encuentran en manos privadas, lo contrario ocurre en el socialismo. El liberalismo está íntimamente ligado al sistema democrático sin el cual no podría a la larga florecer porque requiere la paz social. También exige la paz entre las naciones y la libertad de mercado sin aranceles aduaneros. La supresión de los aranceles, a la que con tanta violencia se oponen los movimientos antiglobalización, permitiría a los países del tercer mundo vender sus productos más baratos en los mercados occidentales. La principal característica de un sociedad libre es la cooperación social a través de la división del trabajo. Esa división del trabajounida a la defensa de la propiedad, como eje del sistema liberal, es el origen de la prosperidad que hoy disfrutamos. En realidad, los estatistas -proteccionistas, marxistas, socialistas, sindicalistas- pretenden favorecer los intereses de un determinado grupo en contra de los intereses de la sociedad. El nacionalismo, expresión orgásmica del estatismo, consiste en la deificación del Estado y la reificación del hombre común. De ahí su obsesión por marcar a fuego su rebaño con los signos de la esclavitud, llámense, cultura, lengua, raza, o religión. Y todo ello lo hacen bajo la bandera de la igualdad. Como decía Pareto, no hay mejor esclavo que el que no sabe que lo es. Si el socialismo perdura todavía tras la caída del muro de Berlín es por la envidia (Neid), la ojeriza y los celos, en expresión de Helmut Schoeck en su libro La envidia y la sociedad, que llevan a la gente a ser capaces de soportar un mal mayor si ello implica que el objeto de envidia lo padece también. Aunque se condenen a la pobreza y la esclavitud de los regímenes socialistas. Eso no lo cura una lección magistral sino un buen psiquiatra.