Medea, maga legendaria del ciclo de los Argonautas, se desposa con Jasón y reclama el trono de Corinto en donde reinarán durante una década de prosperidad y felicidad. Jasón cometerá entonces el pecado que le lleve a la ruina al repudiar a Medea para casarse con Creúsa, hija del rey Creonte. Despechada, Medea trasforma su dolor en crisis de identidad. Ella no es nada, no es nadie hasta que culmina su obra de destrucción y muerte, cuya fuerza radica no tanto en el poder de hacer que otros hagan lo que uno quiere sino en querer lo que otros no quieren («quod nolunt velint»). Al final ese dolor contra uno mismo transformado en furia contra los demás concurre en la epifanía del nefas, en una profanación tan extraordinaria que trasciende los tribunales. Es la versión romana del «crimen contra la humanidad».
El regalo de Medea, la túnica y la corona, esa doble plaga que se lanzaría contra Creúsa, acabará con su vida confundiendo la sangre y las llamas en lo alto de su cabeza y desprendiendo sus carnes de sus huesos, como lágrimas de pino, bajo los invisibles dientes del veneno. ¡Terrible espectáculo! Pero su insaciable odio no se apaciguó con la horrible muerte de su rival, sino que, como nos relata Séneca engañado por el dramaturgo Eurípides, a quien habrían sobornado los corintios con quince talentos de plata para que absolviera sus culpas, según Robert Graves- degollaría a sus dos hijos y prendería fuego a la ciudad. Es el Apoteosis del odio. «Medea nunc sum», ahora soyyo, grita Medea, embargada por una inmensa voluptuosidad.
De la pluma de Séneca nos introduce Glucksmann en la inescrutable vida interior de los hombres bomba. La era de la disuasión nuclear y de una paz gobernada por la mutual assurance of destruction, hoy el terrorismo globalizado elimina las fronteras geoestratégicas y los tabúes tradicionales. Los ángeles de la muerte que sobrevolaron Manhattan o Atocha portaban dos mensajes en sus bombas: «Abandona aquí toda esperanza» y «Aquí no hay por qué». De la bomba H a la bomba humana.
El filósofo francés, autor de Dostoievski en Manhattan, reconoce en Mohamed Atta el complejo de Eróstrato -griego que incendió el templo de Diana en el año 356 a. de C- al buscar la inmortalidad de su acción. Antes no era nada, ahora muere, y el mundo muere con él. Las explicaciones socioeconómicas al uso, la miseria, la pobreza, el analfabetismo, son fruto de una tesis mayoritaria biempensante de que el odio mayúsculo no existe. Todo se explica, se comprende, se excusa. El pedófilo es víctima de una infancia desgraciada, el asesino de ancianas arguye una perentoria necesidad de dinero, los violadores de barriada son hijos de la tasa de paro.Mentiras mil veces repetidas como coartada de una condena del «sistema», según la vulgata marxista, capitalista y, como alienación judeocristiana. Así, el terrorismo palestino encuentra comprensión en la opinión pública mundial, que tararea mil veces la misma cantinela judeófoba, tratando de equiparar a Sharon con Hitler, y así, de paso, lavar las conciencias de los crímenes de la Shoah. Una pretendida conciencia mundialhija de los medios de comunicación y de la difusión de lo políticamente correcto, pretende enterrar la Solución Final convirtiendo a las víctimas en verdugos.
Contrario a ese pensamiento único biempensante que, bajo la apariencia de insurrección contra la miseria y la globalización, esconde un catecismo revolucionario que busca derrocar el «sistema» movilizando ideológicamente a las masas en nombre de la raza, la nación, la clase o Dios, Glucksmann nos recuerda que el odio sí existe. Incluso, en ocasiones, antes de esa redención que ejercen los medios, se nos aparece desnudo bajo la crudeza del horror. En Manhattan, en Atocha, en Beslán, en Londres, en Ruanda, en Liberia, en Chechenia...En tantos sitios, muchos de ellos olvidados por esa conciencia mundial que sólo acierta a vislumbrar la muerte allí donde puede magrearla a su propia conveniencia. El filósofo sale de su recogimiento espiritual para denunciar esa doble moral que señala con su dedo acusador todo lo que se amolda a sus fines pero deja en el olvido a los tutsis, chechenos o sudaneses que expiran en el más absoluto silencio.
La guerra de Irak se convierte así en un arma arrojadiza que se articula sobre un antiamericanismo y antijudaísmo visceral, ya denunciados por Revel en su libro La Obsesión Antiamericanao por nuestra valiente superviviente Oriana Fallaci en su famosa trilogía excogitada sobre las cenizas de Manhattan. Las bombas humanas ya tienen coartada; de la mano de una izquierda progresista o, incluso, de cierta derecha extremista, amoldadas ambas a los mismos leit motivs de la prensa occidental. Es el odio contra uno mismo.
El odio existe; el odio no respeta nada; el odio juzga sin escuchar; el odio no atiende a razones; odio luego existe. El odio no es algo nuevo, ya hemos visto a Medea sublimando el nefascomo acto de autoafirmación supremo. Desde la Antigüedad el grito de odio roza la eternidad. El odio se nos sirve ahora en odres nuevas, pero es el mismo odio que arrastró a millones de judíos por las vías de la muerte. Estápresente entre nosotros, agazapado, buscando nuevas almas en las que inocular el veneno autodestructivo que lleva a la furia de la devastación nihilista. Su poder es, sin embargo, mayor, en cuestión de segundos es capaz de arrasar ciudades. De poner de rodillas a su imaginario enemigo. ¿Why not? Responderá un joven combatiente liberiano de trece años a la pregunta de si no le daba miedo matar con su kalashnikov a sus hermanos, a sus padres.
Tras el acto de sublimación de la muerte viene la nada. Leo Strauss definía el nihilismo, que inspira a los nuevos apóstoles del terror, «como el deseo de aniquilar el mundo presente y sus posibilidades, deseo al que no acompaña ninguna idea clara de con qué sustituirlo». La crueldad de los nuevos discípulos de Stavrogin -el protagonista de la novela de Dostoievski Los endemoniados- sólo buscan su autodestrucción que cristaliza en el caos, en la tragedia griega, en la hybris, a través de un acto de impúdica soberbia del hombre-dios. Como dirá Fukuyama en respuesta a aquellos que predican el choque de civilizaciones (Huntington) o, más cercano a nosotros, la confrontación ideológica, lo que está en juego es la Civilización misma. La política del avestruz, la lethe o ceguera maléfica del olvido, frente a la acción destructora del nihilista supone una insensata rendición al caos de muerte que prosigue su larga marcha a espaldas de las mayorías.
El regalo de Medea, la túnica y la corona, esa doble plaga que se lanzaría contra Creúsa, acabará con su vida confundiendo la sangre y las llamas en lo alto de su cabeza y desprendiendo sus carnes de sus huesos, como lágrimas de pino, bajo los invisibles dientes del veneno. ¡Terrible espectáculo! Pero su insaciable odio no se apaciguó con la horrible muerte de su rival, sino que, como nos relata Séneca engañado por el dramaturgo Eurípides, a quien habrían sobornado los corintios con quince talentos de plata para que absolviera sus culpas, según Robert Graves- degollaría a sus dos hijos y prendería fuego a la ciudad. Es el Apoteosis del odio. «Medea nunc sum», ahora soyyo, grita Medea, embargada por una inmensa voluptuosidad.
De la pluma de Séneca nos introduce Glucksmann en la inescrutable vida interior de los hombres bomba. La era de la disuasión nuclear y de una paz gobernada por la mutual assurance of destruction, hoy el terrorismo globalizado elimina las fronteras geoestratégicas y los tabúes tradicionales. Los ángeles de la muerte que sobrevolaron Manhattan o Atocha portaban dos mensajes en sus bombas: «Abandona aquí toda esperanza» y «Aquí no hay por qué». De la bomba H a la bomba humana.
El filósofo francés, autor de Dostoievski en Manhattan, reconoce en Mohamed Atta el complejo de Eróstrato -griego que incendió el templo de Diana en el año 356 a. de C- al buscar la inmortalidad de su acción. Antes no era nada, ahora muere, y el mundo muere con él. Las explicaciones socioeconómicas al uso, la miseria, la pobreza, el analfabetismo, son fruto de una tesis mayoritaria biempensante de que el odio mayúsculo no existe. Todo se explica, se comprende, se excusa. El pedófilo es víctima de una infancia desgraciada, el asesino de ancianas arguye una perentoria necesidad de dinero, los violadores de barriada son hijos de la tasa de paro.Mentiras mil veces repetidas como coartada de una condena del «sistema», según la vulgata marxista, capitalista y, como alienación judeocristiana. Así, el terrorismo palestino encuentra comprensión en la opinión pública mundial, que tararea mil veces la misma cantinela judeófoba, tratando de equiparar a Sharon con Hitler, y así, de paso, lavar las conciencias de los crímenes de la Shoah. Una pretendida conciencia mundialhija de los medios de comunicación y de la difusión de lo políticamente correcto, pretende enterrar la Solución Final convirtiendo a las víctimas en verdugos.
Contrario a ese pensamiento único biempensante que, bajo la apariencia de insurrección contra la miseria y la globalización, esconde un catecismo revolucionario que busca derrocar el «sistema» movilizando ideológicamente a las masas en nombre de la raza, la nación, la clase o Dios, Glucksmann nos recuerda que el odio sí existe. Incluso, en ocasiones, antes de esa redención que ejercen los medios, se nos aparece desnudo bajo la crudeza del horror. En Manhattan, en Atocha, en Beslán, en Londres, en Ruanda, en Liberia, en Chechenia...En tantos sitios, muchos de ellos olvidados por esa conciencia mundial que sólo acierta a vislumbrar la muerte allí donde puede magrearla a su propia conveniencia. El filósofo sale de su recogimiento espiritual para denunciar esa doble moral que señala con su dedo acusador todo lo que se amolda a sus fines pero deja en el olvido a los tutsis, chechenos o sudaneses que expiran en el más absoluto silencio.
La guerra de Irak se convierte así en un arma arrojadiza que se articula sobre un antiamericanismo y antijudaísmo visceral, ya denunciados por Revel en su libro La Obsesión Antiamericanao por nuestra valiente superviviente Oriana Fallaci en su famosa trilogía excogitada sobre las cenizas de Manhattan. Las bombas humanas ya tienen coartada; de la mano de una izquierda progresista o, incluso, de cierta derecha extremista, amoldadas ambas a los mismos leit motivs de la prensa occidental. Es el odio contra uno mismo.
El odio existe; el odio no respeta nada; el odio juzga sin escuchar; el odio no atiende a razones; odio luego existe. El odio no es algo nuevo, ya hemos visto a Medea sublimando el nefascomo acto de autoafirmación supremo. Desde la Antigüedad el grito de odio roza la eternidad. El odio se nos sirve ahora en odres nuevas, pero es el mismo odio que arrastró a millones de judíos por las vías de la muerte. Estápresente entre nosotros, agazapado, buscando nuevas almas en las que inocular el veneno autodestructivo que lleva a la furia de la devastación nihilista. Su poder es, sin embargo, mayor, en cuestión de segundos es capaz de arrasar ciudades. De poner de rodillas a su imaginario enemigo. ¿Why not? Responderá un joven combatiente liberiano de trece años a la pregunta de si no le daba miedo matar con su kalashnikov a sus hermanos, a sus padres.
Tras el acto de sublimación de la muerte viene la nada. Leo Strauss definía el nihilismo, que inspira a los nuevos apóstoles del terror, «como el deseo de aniquilar el mundo presente y sus posibilidades, deseo al que no acompaña ninguna idea clara de con qué sustituirlo». La crueldad de los nuevos discípulos de Stavrogin -el protagonista de la novela de Dostoievski Los endemoniados- sólo buscan su autodestrucción que cristaliza en el caos, en la tragedia griega, en la hybris, a través de un acto de impúdica soberbia del hombre-dios. Como dirá Fukuyama en respuesta a aquellos que predican el choque de civilizaciones (Huntington) o, más cercano a nosotros, la confrontación ideológica, lo que está en juego es la Civilización misma. La política del avestruz, la lethe o ceguera maléfica del olvido, frente a la acción destructora del nihilista supone una insensata rendición al caos de muerte que prosigue su larga marcha a espaldas de las mayorías.
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