Ícaro quiso rozar los rayos del sol y la cera de sus alados brazos se derritió, precipitando su desdichada suerte en los dominios de Neptuno. La hybris le empujó a tamaña osadía, convirtiendo sus sueños en una funesta advertencia para la humanidad. Con el tiempo, sin embargo, los mitos se desvanecieron entre las tórridas luces de la Razón y el hombre se creyó nuevamente en posesión del fuego sagrado. De las aguas bautismales de la Aufklärung surgió un hombre nuevo; un ser de nuda pureza, sin lazos con el pasado, sin atávicos temores, seguro de sí mismo, de aspecto divino, de poder ilimitado, y cuyo mundo cabe en una ecuación. La era de la Razón nubló las mentes de los hombres, evitando su emancipación de la primitiva concepción que interpretaba toda realidad en sentido antropomórfico y dando paso a una nueva forma de irracionalismo. Así, los philosophes creían que podían borrar toda duda, ignorancia, prejuicio, temor, propios de las sociedades fanáticas, teocráticas y poco civilizadas. Con este marchamo liberador las tropas napoleónicas predicaron su nueva fe al son de los acordes de Rouget. Hoy en día la izquierda, en nombre de un pretendido afán civilizador, se ha erigido en la portadora del fuego sagrado, arrasando a su paso toda tradición, a la que considera hija del oscurantismo religioso.
En la presente obra de Friedrich A. Hayek encontraremos las claves de los principios que fundamentan las sociedades abiertas y que han permitido el estado actual de civilización en Occidente. Sin embargo, Hayek nos advierte del peligro que corren esas sociedades bajo la nueva ola de irracionalismo que pretende reconstruir la civilización sobre las bases de una aporía racionalista que lleva en sí la semilla de la autodestrucción. Contrapone así el insigne pensador dos concepciones distintas del orden natural que están en la base de las corrientes actuales de pensamiento. La primera, inspirada en los dogmas cartesianos, en la ilusión sinóptica de una mente que lo controla todo; y la segunda, propia de las sociedades liberales, caracterizada por la mano invisible de Adam Smith. Orden artificial, construido, «taxis», frente a orden espontáneo, evolutivo, «cosmos». Sociedades teleocráticas -que diría Michael Oakeshott-, regidas por fines que se imponen a los miembros de la organización, paradigma del totalitarismo, frente a sociedades nomocráticas, regidas por normas espontáneas, en las que los individuos persiguen sus propios fines.
Así, en las sociedades libres los individuos se rigen por reglas de recta conducta surgidas de un proceso de evolución cultural, de una tradición heredada que no ha sido inventada ni genéticamente transmitida, pero sí ha sido fruto de un proceso de selección que ha llevado a diferentes grupos humanos a elegir aquellas prácticas que consideraban más ventajosas. Es evidente que los ingredientes utilizados en el proceso de desarrollo cultural de Occidente han acreditado un mayor éxito que el de otras sociedades. Como dijo Ernst Gombrich en referencia a nuestro modelo de sociedad: «la historia de la civilización y de la cultura ha sido la historia del ascenso del hombre desde un estado casi animal a una sociedad culta, al refinamiento de las artes, a la adopción de valores civilizados y al libre ejercicio de la razón». Así, debemos afirmar sin ambages que la cultura es hija putativa de la razón, tanto como la razón es producto de la cultura.
En este orden de cosas, las normas cumplen una función estructurante de la sociedad. La ley en su acepción originaria consistía en ese cuerpo de costumbres que los miembros de un grupo consideraban beneficioso adoptar. Posteriormente, y bajo el influjo del racionalismo constructivista, ese concepto se transformará para equiparar ley con toda norma emanada de los parlamentos. De ahí que la hiperlegitimación democrática nos resulte en muchas ocasiones contraria a nuestras estructuras mentales y a nuestro acervo cultural -sobran ejemplos en la era ZP-. Es la base del positivismo que pretende crear la realidad a golpe de decreto al amparo de la ilimitada «voluntad» del pueblo soberano. Este modelo kelseniano se contrapone al modelo liberal de la rule of law en el que las instituciones y los gobiernos también se someten al imperio de la ley. En la Grecia clásica, la modificación de las normas, o nomoi, estaba sujeta a un complejo procedimiento que corría a cargo de un cuerpo elegido expresamente para ello, los nomothetae. No era así legal intentar modificar las leyes -en el sentido expresado de normas de conducta- mediante decreto; quien lo intentaba se veía expuesto a la imputación por actos ilegales. Por ello, Hayek propugna la existencia de un número limitado de normas, que son las que hunden sus raíces en la tradición, cuya aplicación es general para todos, con el fin de evitar el actual sistema oligárquico de aprobación de leyes que benefician a determinados grupos en pago de su contribución a la conquista del voto.
La justicia, la igualdad ante la ley y la libertad son los pilares a los que Hayek atribuye la evolución de la civilización occidental. De este modo, el prurito de la justicia ha sido lo que ha creado un sistema de reglas que garantizan el desarrollo del orden espontáneo. Me dirán, ¿pero qué es justo? Y debo contestarles, con permiso y bajo la inspiración del ilustre premio Nobel de Economía, que la justicia no se puede definir. En este sentido la justicia es negativa, no se puede enlatar, no es, sino, lo que provoca indignación y se considera injusto por la mayoría de los hombres. No es fácil de prever, pero sí de reconocer. Por otro lado, la justicia social no existe y sólo es un instrumento en manos de los ingenieros sociales para enervar la libertad y la igualdad ante la ley. Al favorecer a unos, para igualarlos materialmente con otros más afortunados, se están destruyendo los valores que han propiciado los grandes logros científicos, económicos y sociales de nuestra civilización. No hay más que echar un vistazo a las ruinas del paradigma estajanovista de la industria del proletariado. Que duda cabe, también,que la libertad ha sido el motor de desarrollo de las economías modernas; como creía Bernard de Mandeville, son los vicios privados los que contribuyen a beneficiar al conjunto de los individuos. Con independencia de que unos pocos pierdan, el conjunto se beneficia. Así, las reglas deben ser iguales para todos. Lo contrario es caer en las redes de los intereses particulares -con apoyo de gobiernos débiles y necesitados de votos- que, en nombre del bien común, obtienen privilegios a costa de la eficiencia económica y la libertad.
El presente volumen, junto con Los fundamentos de la Libertad y La fatal arrogancia, constituyen el armazón central del individualismo metodológico de este destacado representante de la Escuela Austríaca. En lo que podemos considerar la obra cumbre de su pensamiento, Hayek desenreda algunas de las claves del liberalismo con su esforzada clarividencia: la idea de la evolución en la formación de las instituciones sociales y la crítica del abuso de la razón. Si Ícaro hubiese obedecido a su padre, Dédalo, habría intuido que tocar el astro solar sólo está al alcance de los dioses.
No se lleven a engaño, en otra ocasión pienso cebarme con los portavoces de la contra-ilustración que se aferran a su monolítico mundo de ultratumba, negándose a sustituir aquellas normas inservibles o que suponen un freno a la evolución espontánea de la sociedad. De Maistre, Chateaubriand, o De Bonald, alienados de su tiempo, junto con el impulso primigenio del sentimentalismo alemán, influenciado por los escritos de Herder y de sus seguidores del Sturm und Drang, movimiento literario precursor del romanticismo, en el que la voluntad se impone sobre la razón, traerán los fascismos del siglo XX. Abogamos desde esta página, como siempre, por un racionalismo crítico, no dogmático, consciente de su falibilidad y sabedor de que junto a la capacidad organizadora del hombre existen otras fuerzas espontáneas que debemos aprender a respetar y encauzar en beneficio del conjunto de la humanidad.
En la presente obra de Friedrich A. Hayek encontraremos las claves de los principios que fundamentan las sociedades abiertas y que han permitido el estado actual de civilización en Occidente. Sin embargo, Hayek nos advierte del peligro que corren esas sociedades bajo la nueva ola de irracionalismo que pretende reconstruir la civilización sobre las bases de una aporía racionalista que lleva en sí la semilla de la autodestrucción. Contrapone así el insigne pensador dos concepciones distintas del orden natural que están en la base de las corrientes actuales de pensamiento. La primera, inspirada en los dogmas cartesianos, en la ilusión sinóptica de una mente que lo controla todo; y la segunda, propia de las sociedades liberales, caracterizada por la mano invisible de Adam Smith. Orden artificial, construido, «taxis», frente a orden espontáneo, evolutivo, «cosmos». Sociedades teleocráticas -que diría Michael Oakeshott-, regidas por fines que se imponen a los miembros de la organización, paradigma del totalitarismo, frente a sociedades nomocráticas, regidas por normas espontáneas, en las que los individuos persiguen sus propios fines.
Así, en las sociedades libres los individuos se rigen por reglas de recta conducta surgidas de un proceso de evolución cultural, de una tradición heredada que no ha sido inventada ni genéticamente transmitida, pero sí ha sido fruto de un proceso de selección que ha llevado a diferentes grupos humanos a elegir aquellas prácticas que consideraban más ventajosas. Es evidente que los ingredientes utilizados en el proceso de desarrollo cultural de Occidente han acreditado un mayor éxito que el de otras sociedades. Como dijo Ernst Gombrich en referencia a nuestro modelo de sociedad: «la historia de la civilización y de la cultura ha sido la historia del ascenso del hombre desde un estado casi animal a una sociedad culta, al refinamiento de las artes, a la adopción de valores civilizados y al libre ejercicio de la razón». Así, debemos afirmar sin ambages que la cultura es hija putativa de la razón, tanto como la razón es producto de la cultura.
En este orden de cosas, las normas cumplen una función estructurante de la sociedad. La ley en su acepción originaria consistía en ese cuerpo de costumbres que los miembros de un grupo consideraban beneficioso adoptar. Posteriormente, y bajo el influjo del racionalismo constructivista, ese concepto se transformará para equiparar ley con toda norma emanada de los parlamentos. De ahí que la hiperlegitimación democrática nos resulte en muchas ocasiones contraria a nuestras estructuras mentales y a nuestro acervo cultural -sobran ejemplos en la era ZP-. Es la base del positivismo que pretende crear la realidad a golpe de decreto al amparo de la ilimitada «voluntad» del pueblo soberano. Este modelo kelseniano se contrapone al modelo liberal de la rule of law en el que las instituciones y los gobiernos también se someten al imperio de la ley. En la Grecia clásica, la modificación de las normas, o nomoi, estaba sujeta a un complejo procedimiento que corría a cargo de un cuerpo elegido expresamente para ello, los nomothetae. No era así legal intentar modificar las leyes -en el sentido expresado de normas de conducta- mediante decreto; quien lo intentaba se veía expuesto a la imputación por actos ilegales. Por ello, Hayek propugna la existencia de un número limitado de normas, que son las que hunden sus raíces en la tradición, cuya aplicación es general para todos, con el fin de evitar el actual sistema oligárquico de aprobación de leyes que benefician a determinados grupos en pago de su contribución a la conquista del voto.
La justicia, la igualdad ante la ley y la libertad son los pilares a los que Hayek atribuye la evolución de la civilización occidental. De este modo, el prurito de la justicia ha sido lo que ha creado un sistema de reglas que garantizan el desarrollo del orden espontáneo. Me dirán, ¿pero qué es justo? Y debo contestarles, con permiso y bajo la inspiración del ilustre premio Nobel de Economía, que la justicia no se puede definir. En este sentido la justicia es negativa, no se puede enlatar, no es, sino, lo que provoca indignación y se considera injusto por la mayoría de los hombres. No es fácil de prever, pero sí de reconocer. Por otro lado, la justicia social no existe y sólo es un instrumento en manos de los ingenieros sociales para enervar la libertad y la igualdad ante la ley. Al favorecer a unos, para igualarlos materialmente con otros más afortunados, se están destruyendo los valores que han propiciado los grandes logros científicos, económicos y sociales de nuestra civilización. No hay más que echar un vistazo a las ruinas del paradigma estajanovista de la industria del proletariado. Que duda cabe, también,que la libertad ha sido el motor de desarrollo de las economías modernas; como creía Bernard de Mandeville, son los vicios privados los que contribuyen a beneficiar al conjunto de los individuos. Con independencia de que unos pocos pierdan, el conjunto se beneficia. Así, las reglas deben ser iguales para todos. Lo contrario es caer en las redes de los intereses particulares -con apoyo de gobiernos débiles y necesitados de votos- que, en nombre del bien común, obtienen privilegios a costa de la eficiencia económica y la libertad.
El presente volumen, junto con Los fundamentos de la Libertad y La fatal arrogancia, constituyen el armazón central del individualismo metodológico de este destacado representante de la Escuela Austríaca. En lo que podemos considerar la obra cumbre de su pensamiento, Hayek desenreda algunas de las claves del liberalismo con su esforzada clarividencia: la idea de la evolución en la formación de las instituciones sociales y la crítica del abuso de la razón. Si Ícaro hubiese obedecido a su padre, Dédalo, habría intuido que tocar el astro solar sólo está al alcance de los dioses.
No se lleven a engaño, en otra ocasión pienso cebarme con los portavoces de la contra-ilustración que se aferran a su monolítico mundo de ultratumba, negándose a sustituir aquellas normas inservibles o que suponen un freno a la evolución espontánea de la sociedad. De Maistre, Chateaubriand, o De Bonald, alienados de su tiempo, junto con el impulso primigenio del sentimentalismo alemán, influenciado por los escritos de Herder y de sus seguidores del Sturm und Drang, movimiento literario precursor del romanticismo, en el que la voluntad se impone sobre la razón, traerán los fascismos del siglo XX. Abogamos desde esta página, como siempre, por un racionalismo crítico, no dogmático, consciente de su falibilidad y sabedor de que junto a la capacidad organizadora del hombre existen otras fuerzas espontáneas que debemos aprender a respetar y encauzar en beneficio del conjunto de la humanidad.
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