¡De qué se ríen los rusos! Dashtó? Por qué? La respuesta la tienen, queridos lectores, en el áspero retrato que hace Martin Amis de un personaje, Stalin, siniestramente único, capaz de hacer temblar a sus súbditos a la vez de miedo, de frío, de hambre...y de risa. Es la risa de quien quiere olvidar la sangre derramada por una utopía que tiñe de púrpura las ruinas de su soñada Ciudad del Sol. En realidad, fueron las tinieblas las que se apoderaron de la URSS tras la revolución de Octubre.
Koba, así lo llamaban, apodo sustraído al protagonista de una película, titulada el parricida, en la que éste era el azote de los ricos y benefactor de los pobres; una especie de Robin Hood de la taiga. Iósif Vissariónovich era su verdadero nombre. De hecho, Stalin es otro apodo: "el hombre de acero". Su personalidad estuvo marcada por un enfermizo complejo de inferioridad que sólo conseguía aplacar con el sufrimiento de sus semejantes. Y por el odio que diseminó con fraternidad cainita allende los Urales, aunque buena parte del cual reservó para sus hermanos georgianos, tierra de la que era oriundo muy a su pesar. ¡Hay que tratar esta tierra georgiana con un hierro al rojo vivo!; ¡Empaladlos!; ¡Descuartizadlos!, arengaba en una ocasión, poseído por el espíritu de Iván el Terrible, del que era profundo admirador.
Durante el régimen comunista en la URSS, según datos de El Libro Negro del Comunismo, murieron 20 millones de personas del total de 100 que dejó tras de sí el comunismo en el siglo XX. Avergüenza pensar que hoy en día existen en Europa y en nuestro país grandes amigos y defensores de esta bestial ideología. Ni siquiera los crímenes de Hitler son comparables en número -sí en atrocidad- con los cometidos por la dictadura del proletariado. La principal diferencia entre estos dos demenciales personajes es que el buitre de Berstengaden no destruyó la sociedad civil alemana. Muy al contrario, como magistralmente revela Aly Götz en La utopía nazi, el Tercer Reich mantuvo el sueño de los alemanes intacto hasta los últimos momentos. Compró, en definitiva,el alma de sus ciudadanos con el saqueo de las provincias ocupadas y dirigió su furia hacia sectores de población muy concretos. Judíos y oposición sucumbieron al plan genocida de Hitler. En cambio, Stalin sólo tenía tiempo.Tiempo para matar indiscriminadamente; con frialdad animal, sin inexcusable motivo, sin distinción, sólo por un odio inconmensurable a la humanidad y un insaciable apetito antropófago. Incapaz de amar, renegó incluso de su hijo Yákov, prisionero de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y encarceló a su esposa para evitar aplicarse a sí mismo la pena impuesta a los familiares de los oficiales que se dejaban apresar por el enemigo.
Estas memorias de Martin Amis, continuación de su autobiografía Experiencia, dibujan un semblante aterrador de Stalin. A pesar del realismo y la crudeza de este personaje, no se ríe cínicamente nuestro escritor, como otros que tratan de olvidar moralmente, de la ideología que ampara y alienta tales actos criminales. No fue Stalin un contrapunto en las sanas intenciones de los revolucionarios bolcheviques, sino un mero producto de su locura colectiva desatada desde los inicios de la guerra civil. El Estado totalitario y la represión se convirtieron en norma desde que se desató la furia bolchevique. El propio Lenin fue el protagonista de purgas y asesinatos masivos que él mismo denominó el Terror Rojo. El hambre leninista de 1921-1922, que se llevó cinco millones de almas, provocado por las requisas y la persecución a los campesinos, sería la antesala de un método de opresión y de terror al que Stalin y otros dirigentes como Mao se adherirían con fruición. Lyssenko el principal artífice de las políticas agrícolas sembró de cuerpos famélicos el campo ruso. Pero para Stalin el hambre no fue un problema solía decir que: «La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problema.»
La colectivización o deskulakización, es decir la planificada represión de los kulaks y transformación de sus tierras en koljozes, asoló el país bajo la batuta de la "ley de las espigas" que penaba con la muerte el hurto de un puñado de trigo en cualquier koljoz. Si Lenin finalmente permitió, a regañadientes, la ayuda americana, que a la postre salvaría millones de vidas, Stalin, implacable hasta el final, convirtió el hambre en el eje de su política de terror. De este modo, en 1933 las hambrunas se generalizaron provocando cinco millones de muertos en Ucrania, dos millones en las cuencas del Kubán, el Don y el Volga, y en Kazajstán. Y dejando tras de sí una sociedad moralmente inerme y una tradición de canibalismo parricida cuyos ecos todavía resuenan hoy en día. Como dice Martin Amis: Querían destruir al campesinado; querían destruir a la Iglesia; querían destruir toda oposición y disidencia. Y además querían destruir la verdad. Tras el Terror, el Gran Terror...los terribles relatos de Kolymá que rescató del olvido Soljenitsin. La represión: Trotski, Bujarin, Iagoda, Zinóviev, Kamenev, Kírov, Gorki, camaradas todos ellos, y muchas otras víctimas sacrificadas en el altar del mefistofélico georgiano al que sólo la muerte sació la gula devoradora de hombres.
Alexander Herzen, uno de los escritores políticos rusos del siglo XIX que contribuyeron a expandir las luces de la revolución francesa en el corazón de la tundra, aborrecía la idea escatológica de un futuro idílico de la humanidad; renegaba de la idea de un progreso inevitable al que se ofrendaban las mayores crueldades en el presente. Esta es una doctrina que ataca la vida humana, decía. El fin de cada generación es ella misma. La vida como la libertad son fines en sí mismos, y no deben sacrificarse en nombre de ningún ideal. Actuar de esta guisa es cometer un acto de sacrificio humano. Por ello, desconfía, como sugiere Ayn Rand, de todo aquél que llama al sacrificio, y pregúntate quién será el gran beneficiado. Desconfía de las frases hueras que prometen verdes praderas. Desconfía de la palabra Paz; Bien Común; Generaciones Futuras, especialmente si exigen el sacrificio de tu libertad. No desperdicies tu vida. La vida no se vive en la cara del otro, como dice Levinas en su pomposa alteridad. ¡Patrañas! No sacrifiques la lozanía de tu risa. No sacrifiques tu felicidad. No le faltaba razón a Vassili Grossman cuando afirmó que la historia de la humanidad es la historia de la libertad. Y la primera víctima de sus enemigos es la verdad. Y nuestra única arma: la razón.
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