¿Por qué? Con esta pregunta martilleando sus mentes se despertaron los americanos ese infausto 11 de septiembre de 2001. Mucho se ha escrito a este respecto, especialmente por parte de los amigos de la minifalda. Esos que suelen culpar a la víctima de ser agredida sexualmente, ya saben… porque la llevaba muy corta. Lejos de caer en ese ejercicio de cinismo universalmente comprensivo, este libanés experto en terrorismo y conflictos étnicos y religiosos afincado en EEUU, Walid Phares, reitera lo que durante años venía advirtiendo: la yihad es una ideología criminal que persigue el dominio del mundo.
Axioma que hoy comienza a asimilarse con cierta familiaridad en los Estados Unidos, en gran parte gracias a la labor de desintoxicación del Informe de la Comisión del 11-S, pero que hasta el momento de los atentados islamistas apenas se vislumbró por algunos expertos cuyas voces se acallaron rápidamente bajo las presiones de una pléyade de académicos agradecidos a los dineros saudíes y de una política exterior americana volcada en sus relaciones privilegiadas con la monarquía wahabí. La guerra fría había producido extraños compañeros de cama, hecho que si bien contribuyó al colapso de la URSS, especialmente con su humillante derrota en Afganistán, a la postre se volvería contra el aliado infiel.
Tras la caída del muro de Berlín y el desmembramiento del imperio rojo muchos creyeron en el final de la historia y en el comienzo de un nuevo periodo de paz y prosperidad. Esta ceguera colectiva impediría ver los peligros que acechaban a Occidente. No es de extrañar pues que lo primero que dijera un piloto de caza que sobrevolaba el Pentágono esa mañana es: ¡Maldita sea, los rusos nos han dado!
Una nueva era había comenzado. De la falsa seguridad de la Mutual Assured Destruction (MAD) que garantizó la guerra fría a la inseguridad de los Apocalipsis de bolsillo servidos por los mensajeros del odio divino. Odio incomprensible. Atemporal. Como si los ciclópeos retoños trataran de vengar la sangre derramada por Urano. Pero esta vez la piel de cordero no servirá para huir del monstruoso Polifemo. Esta vez sus hermanos se han camuflado en nuestras cuevas bajo el manto de la muy progresista virtud de la tolerancia subjetivista; la astucia y la sorpresa son ahora sus mejores armas, y unas buenas dosis de ketamina mediática su mejor aliado. Don´t know why? ....Why not? Como nos recuerda Glucksmann en sus relatos de las guerras fraticidas del Continente Negro. Son los endemoniados de Dostoiewski del siglo XXI. Don´t know when?, es lo único que importa. El espíritu de Hades recorre las grandes ciudades del mundo con su yelmo de la invisibilidad, regalo de los Cíclopes, auxiliado por las Eríneas que tejen los pasillos aéreos que unen sus rascacielos.
Tahir (liberación), Tawhid (unificación) y Jilafa (califato). Estos son los tres objetivos de los yihadistas. Objetivos que una mente sana, racional, no logra comprender. La única causa es la sinrazón. Liberación de todas las tierras musulmanas que algún día fueron conquistadas por el califato o se rindieron a él en el transcurso de la fatah del siglo VII. Esto incluye no sólo Cachemira y Chechenia, sino Israel y España, hermanadas por este funesto destino. Unificación de los países musulmanes derrocando a sus “ilegítimos” gobernantes y desmantelando los Estados-nación de Egipto, Libia, Siria, Irak, Marruecos, Argelia… La restauración del califato, tras la caída del Imperio Otomano y el nacimiento del régimen apóstata de Ataturk, se ha convertido en una obsesión casi freudiana de los movimientos salafistas.
El wahabismo, primer movimiento salafista –los salaf son los padres fundadores del Estado islámico- originario de Arabia Saudí, ha extendido sus tentáculos por las universidades y escuelas religiosas de todo el orbe gracias al dinero del oro negro. Su poder se vio acrecentado tras la guerra del Yom Kippur (festividad judía elegida para la agresión árabe) que supuso otra humillante derrota para los países árabes. Así, el petróleo se convertiría en un instrumento de política internacional del régimen wahabí, que en aquella época provocó una grave crisis económica al incrementar los precios de este estratégico recurso energético. La yihad saudí, amparada por el Estado, se fijó objetivos acordes con el derecho internacional y se propuso preparar el triunfo mediante el proselitismo fundamentalista en el corazón de dar el harb financiado con los petrodólares.
A la par en Egipto, los Hermanos Musulmanes, organización fundada en la década de 1920 por Hassan Al Banna, daría lugar en los 80 al nacimiento de una serie de grupos terroristas que propugnan la desaparición de Israel. Entre ellas, Hamás y Yihad Islámica entre los palestinos; el Frente de Salvación Islámica en Argelia; el Frente Islámico Nacional de Hassán Turabi en Sudán; Gammat Islamiya y Yihad Islámica en Egipto; o Abu Sayyaf en Asia. De estos movimientos terroristas de raigambre local surgiría una intelligentzia con aspiraciones internacionales, que forjarían su desordenada mente en las rugosas montañas de Afganistán, entre ellos estaba Osama Bin Laden.
Por otro lado, la revolución iraní del Ayatolá Jomeini, que derrocó en 1979 al Sha laico Reza Pahlevi, abriría otro frente de la yihad internacional bajo la dirección de los chíies. Contrariamente a los wahabíes, éstos se granjearán el apoyo de la población islámica al luchar simultáneamente contra todos los infieles, los Estados Unidos y la Unión Soviética. A la postre los dos principales motores del yihadismo internacional unirían sus esfuerzos para derrotar al gran Satán americano y su avanzadilla israelí. Las dos vertientes de la yihad, local e internacional, sincronizan asimismo sus tempi en una gran cacofonía mundial del terror. Cacofonía a la que se han sumado los socialistas e izquierdistas de Occidente, en paro forzoso desde la caída del muro de Berlín. Si, como nos refresca Walid Phares, en la segunda guerra mundial los islamistas se unieron a los nazis y fascistas en contra de las democracias de entonces, hoy dicha alianza se repite porque, a pesar de las incompatibilidades ideológicas evidentes entre el socialismo y el fundamentalismo, que llevará a los primeros al cadalso si finalmente vence esta guerra el Islam, comparten un enemigo común: la democracia liberal. Es una cuestión de fe, amigos míos.
La comprensión de esta guerra es clave para evitar el desmoronamiento de nuestras sociedades. Evitar la infiltración de la mentalidad yihadista en las universidades, medios de comunicación, e, incluso en los servicios de seguridad nacional, es vital para mantener viva la conciencia de nuestros valores e impedir nuevos ataques. Y si se producen, huir del “síndrome de Madrid”, en expresión del propio autor. Porque, -y no me cansaré de citarlo- como decía Shumpeter, lo que distingue una sociedad civilizada de unos simples bárbaros es que pese a saber que sus valores no son absolutos está dispuesta a defenderlos hasta las últimas consecuencias.
Ayudar a los países musulmanes a que implanten regímenes democráticos y que se respeten los derechos humanos, no sólo es un deber moral sino una exigencia de la lucha contra el terror. Mal que les pese a los reaccionarios de izquierda que han abrazado la política bismarckiana de la realpolitik. Todo con tal de seguir soñando mundos irreales desde sus cómodos sofás, evitando ver la incómoda realidad que reclama que cada uno de nosotros nos irgamos para decir “no” a los nuevos nazis que llegan. Mejor un Afganistán o Irak moviendo ficha contra el terror con el apoyo de Occidente, que poniendo en jaque conjuntamente a medio mundo.
Axioma que hoy comienza a asimilarse con cierta familiaridad en los Estados Unidos, en gran parte gracias a la labor de desintoxicación del Informe de la Comisión del 11-S, pero que hasta el momento de los atentados islamistas apenas se vislumbró por algunos expertos cuyas voces se acallaron rápidamente bajo las presiones de una pléyade de académicos agradecidos a los dineros saudíes y de una política exterior americana volcada en sus relaciones privilegiadas con la monarquía wahabí. La guerra fría había producido extraños compañeros de cama, hecho que si bien contribuyó al colapso de la URSS, especialmente con su humillante derrota en Afganistán, a la postre se volvería contra el aliado infiel.
Tras la caída del muro de Berlín y el desmembramiento del imperio rojo muchos creyeron en el final de la historia y en el comienzo de un nuevo periodo de paz y prosperidad. Esta ceguera colectiva impediría ver los peligros que acechaban a Occidente. No es de extrañar pues que lo primero que dijera un piloto de caza que sobrevolaba el Pentágono esa mañana es: ¡Maldita sea, los rusos nos han dado!
Una nueva era había comenzado. De la falsa seguridad de la Mutual Assured Destruction (MAD) que garantizó la guerra fría a la inseguridad de los Apocalipsis de bolsillo servidos por los mensajeros del odio divino. Odio incomprensible. Atemporal. Como si los ciclópeos retoños trataran de vengar la sangre derramada por Urano. Pero esta vez la piel de cordero no servirá para huir del monstruoso Polifemo. Esta vez sus hermanos se han camuflado en nuestras cuevas bajo el manto de la muy progresista virtud de la tolerancia subjetivista; la astucia y la sorpresa son ahora sus mejores armas, y unas buenas dosis de ketamina mediática su mejor aliado. Don´t know why? ....Why not? Como nos recuerda Glucksmann en sus relatos de las guerras fraticidas del Continente Negro. Son los endemoniados de Dostoiewski del siglo XXI. Don´t know when?, es lo único que importa. El espíritu de Hades recorre las grandes ciudades del mundo con su yelmo de la invisibilidad, regalo de los Cíclopes, auxiliado por las Eríneas que tejen los pasillos aéreos que unen sus rascacielos.
Tahir (liberación), Tawhid (unificación) y Jilafa (califato). Estos son los tres objetivos de los yihadistas. Objetivos que una mente sana, racional, no logra comprender. La única causa es la sinrazón. Liberación de todas las tierras musulmanas que algún día fueron conquistadas por el califato o se rindieron a él en el transcurso de la fatah del siglo VII. Esto incluye no sólo Cachemira y Chechenia, sino Israel y España, hermanadas por este funesto destino. Unificación de los países musulmanes derrocando a sus “ilegítimos” gobernantes y desmantelando los Estados-nación de Egipto, Libia, Siria, Irak, Marruecos, Argelia… La restauración del califato, tras la caída del Imperio Otomano y el nacimiento del régimen apóstata de Ataturk, se ha convertido en una obsesión casi freudiana de los movimientos salafistas.
El wahabismo, primer movimiento salafista –los salaf son los padres fundadores del Estado islámico- originario de Arabia Saudí, ha extendido sus tentáculos por las universidades y escuelas religiosas de todo el orbe gracias al dinero del oro negro. Su poder se vio acrecentado tras la guerra del Yom Kippur (festividad judía elegida para la agresión árabe) que supuso otra humillante derrota para los países árabes. Así, el petróleo se convertiría en un instrumento de política internacional del régimen wahabí, que en aquella época provocó una grave crisis económica al incrementar los precios de este estratégico recurso energético. La yihad saudí, amparada por el Estado, se fijó objetivos acordes con el derecho internacional y se propuso preparar el triunfo mediante el proselitismo fundamentalista en el corazón de dar el harb financiado con los petrodólares.
A la par en Egipto, los Hermanos Musulmanes, organización fundada en la década de 1920 por Hassan Al Banna, daría lugar en los 80 al nacimiento de una serie de grupos terroristas que propugnan la desaparición de Israel. Entre ellas, Hamás y Yihad Islámica entre los palestinos; el Frente de Salvación Islámica en Argelia; el Frente Islámico Nacional de Hassán Turabi en Sudán; Gammat Islamiya y Yihad Islámica en Egipto; o Abu Sayyaf en Asia. De estos movimientos terroristas de raigambre local surgiría una intelligentzia con aspiraciones internacionales, que forjarían su desordenada mente en las rugosas montañas de Afganistán, entre ellos estaba Osama Bin Laden.
Por otro lado, la revolución iraní del Ayatolá Jomeini, que derrocó en 1979 al Sha laico Reza Pahlevi, abriría otro frente de la yihad internacional bajo la dirección de los chíies. Contrariamente a los wahabíes, éstos se granjearán el apoyo de la población islámica al luchar simultáneamente contra todos los infieles, los Estados Unidos y la Unión Soviética. A la postre los dos principales motores del yihadismo internacional unirían sus esfuerzos para derrotar al gran Satán americano y su avanzadilla israelí. Las dos vertientes de la yihad, local e internacional, sincronizan asimismo sus tempi en una gran cacofonía mundial del terror. Cacofonía a la que se han sumado los socialistas e izquierdistas de Occidente, en paro forzoso desde la caída del muro de Berlín. Si, como nos refresca Walid Phares, en la segunda guerra mundial los islamistas se unieron a los nazis y fascistas en contra de las democracias de entonces, hoy dicha alianza se repite porque, a pesar de las incompatibilidades ideológicas evidentes entre el socialismo y el fundamentalismo, que llevará a los primeros al cadalso si finalmente vence esta guerra el Islam, comparten un enemigo común: la democracia liberal. Es una cuestión de fe, amigos míos.
La comprensión de esta guerra es clave para evitar el desmoronamiento de nuestras sociedades. Evitar la infiltración de la mentalidad yihadista en las universidades, medios de comunicación, e, incluso en los servicios de seguridad nacional, es vital para mantener viva la conciencia de nuestros valores e impedir nuevos ataques. Y si se producen, huir del “síndrome de Madrid”, en expresión del propio autor. Porque, -y no me cansaré de citarlo- como decía Shumpeter, lo que distingue una sociedad civilizada de unos simples bárbaros es que pese a saber que sus valores no son absolutos está dispuesta a defenderlos hasta las últimas consecuencias.
Ayudar a los países musulmanes a que implanten regímenes democráticos y que se respeten los derechos humanos, no sólo es un deber moral sino una exigencia de la lucha contra el terror. Mal que les pese a los reaccionarios de izquierda que han abrazado la política bismarckiana de la realpolitik. Todo con tal de seguir soñando mundos irreales desde sus cómodos sofás, evitando ver la incómoda realidad que reclama que cada uno de nosotros nos irgamos para decir “no” a los nuevos nazis que llegan. Mejor un Afganistán o Irak moviendo ficha contra el terror con el apoyo de Occidente, que poniendo en jaque conjuntamente a medio mundo.
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