martes, febrero 06, 2007

Un proyecto común

Es harto difícil verbalizar los sentimientos que anidan en los corazones de los cientos de miles de españoles que se manifestaron el pasado día 3 de febrero por las calles de Madrid. Posiblemente muchos no comprendan el verdadero significado de lo que este sábado pudo vivirse en el centro de la capital española. Incluso algunos de los que estuvieron se sentirán incapaces de expresarlo con claridad, a pesar de la espontaneidad de su respuesta y de su firme compromiso con la libertad. Lo que sí sabían, lo que sí tenían claro, es que había que estar allí, junto a las víctimas, como una víctima más, por solidaridad, hermanados por un sentimiento compartido, por un mismo dolor.

Nada hacía presagiar la jornada de alborozo y colorido que se viviría en la puerta de Alcalá, mil veces testigo de las asonadas y festejos del pueblo de Madrid. Por el contrario, el cielo amaneció pintado de color plomo, malhumorado y levantisco, dispuesto a castigar con su inclemencia la osadía de los “hombres de mala fe”; de los sediciosos que se dieron cita ante la gran bandera nacional que señorea la Plaza de Colón.

Pronto, desde las cuatro de la tarde, una muchedumbre abigarrada ocupó los carriles centrales del paseo de Recoletos, iluminando con sus coloridas pancartas la grisácea tarde de invierno que saludaba su presencia. En un instante la tarde cobró color esperanza y apartó con su arrolladora vitalidad los tristes augurios que se ciernen sobre el albero patrio. Todo, sonrisas, calor, y confianza en el futuro. Ni una cara triste, ni una cara obscena, ni una mueca de odio, eso se lo dejamos a otros más avezados en las artes escénicas, sólo rostros decididos. No fue la manifestación del sábado un acto de vociferante odio, al estilo Bardem, ni de lúbrica complicidad multicultural, sino una espontánea afirmación de entidad nacional. Sí; España estuvo presente, a pesar de los ausentes.

La multitud no fue regurgitada por las cocinas de Génova 13, como sugieren los “hombres de buena fe”. Esa es la música celestial con la que los heraldos de la paz tratan de arrullar a sus “peperofóbicos” bípedos lanares. ¡Para nada! Allí estaban todos, la izquierda y la derecha, unidos por un mismo sino; por un mismo espíritu fraternal; por una misma bandera; por un mismo temor. Todos al unísono coreaban: ¡qué barbaridad, qué barbaridad, ponen una bomba y hay que negociar!

Por supuesto, Rajoy no faltó a la cita. Ni Fraga, ni Aznar..., tampoco Acebes, ni sus muletas. Pero eso no debe sorprender a una mente sana. Están dónde siempre han estado, con las víctimas, y con una idea clara de España. Lo grave es que no esté el Partido Socialista. Ahora prefieren jugar a la pelota vasca con nuestras vidas, con nuestro futuro, con nuestros derechos.

Al grito de ¡libertad! ¡libertad!, Madrid fue un clamor. Un clamor venido de todos los rincones de España; incluso de diversos rincones del mundo. Desde Ecuador a Costa de Marfil. Pero los que allí estaban no eran ecuatorianos, africanos, ni tan siquiera españoles, vascos, navarros o asturianos, eran ante todo hombres libres que aspiran a vivir en paz, sí, pero no por ello renunciando a la libertad. Hombres que dicen no a la tiranía, que dicen no a la demagogia, que dicen no a los pistoleros, que dicen sí a la vida.

Los españoles -cerca de millón y medio le pusieron rostro a esta aseveración- le han retirado su apoyo al Gobierno, que, sin embargo, sigue empeñado en dar la espalda a una realidad que, para su desgracia, se presenta tozuda. ¡Basta ya de mentiras! ¡Basta ya de barbaridades! La sociedad civil dice no a la negociación con ETA. En realidad, el Gobierno tenía razón, es un problema de fe; los asistentes eran hombres de poca fe, poco dispuestos a ofrendar sus libertades en la pira de la paz.

Como colofón a una soberana tarde, Mikel Buesa, Presidente del Foro de Ermua, y organizador del evento, pronunció un discurso en el que puso en solfa la política antiterrorista de Zapatero, el abandono y escarnio de las víctimas, sus amistades peligrosas, y abogó por la derrota de ETA con los medios de que dispone el estado de derecho.

De pronto, todo pareció cobrar sentido. Como salido de los estertores de un cuerpo que se niega a exhalar el último suspiro, sonó el himno nacional. Los presentes sintieron en ese momento que a pesar de las inclemencias, a pesar de los insultos, a pesar de las mentiras, su esfuerzo había valido la pena. Sabían con certeza por qué estaban allí.