Me permitirán ustedes dedicar esta reseña a los amantes de la ciencia y, en especial, a aquellos internautas con los que en ocasiones he compartido elucubraciones metafísicas sobre el origen del universo. Para este viaje cuento en las alforjas con una colección de ensayos de uno de los más grandes filósofos de la ciencia. No es otro que Sir Karl R. Popper. No pretendo abrumar al lector con disquisiciones profundas y solipsistas que revelen el “carácter mágico” de las palabras sino contribuir a despertar el interés por cuestiones filosóficas que forman parte de la cultura occidental.
La racionalidad de los presocráticos y su acrisolado espíritu crítico es la metodología que desentierra Popper de las entrañas de la epistemología empirista baconiana. Del conocimiento cierto y demostrable. La racionalidad crítica de los presocráticos pone en entredicho el aforismo sensualista Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Por el contrario, sólo puede darse el conocimiento conjetural porque como señaló Jenófanes «todo no es sino una maraña de sospechas».
Jenófanes de Colofón, nacido en el año 570 a.C. Poeta, rapsoda, historiador y filósofo, anticipó algunas las principales ideas de la Ilustración europea. Fue el fundador de la llamada ilustración griega y de la epistemología, la teoría del conocimiento. Nos enseña que el conocimiento es además objetivo. La verdad es la correspondencia con los hechos, sepa yo o no que se da tal correspondencia. Así, la verdad es objetiva. No obstante, la certeza es subjetiva: aun cuando exprese la verdad más perfecta, no se puede saber con certeza, sólo se puede conjeturar. Por ello hablamos de conocimiento conjetural. Pero un conocimiento mejor es una mejor aproximación a la verdad.
¡Cuán importante es la pérdida sufrida en los miasmas del relativismo intelectual que se ha instalado en Occidente! Equivale a la renuncia a conocer la verdad. Y, por tanto, dicho sea de paso, hace inútil el trabajo intelectual. Ser intelectual y relativista es imposible. Es decir, los intelectuales relativistas son unos embaucadores. Si todo es relativo, ¿para qué los intelectuales? La pérdida de confianza en el conocimiento y el vacío moral, que afecta con especial crudeza a los europeos, nos trae a la memoria lo que decía Anaximandro de que el mundo no es simplemente un proceso natural, sino un proceso moral. No en vano, la búsqueda de la verdad mediante la discusión crítica era para Sócrates, un racionalsita ético a pesar del legado platónico, la mejor forma de vida. Esos letales efectos para la ciencia y la racionalidad son los que denuncia Sir Karl en su célebre ensayo “La sociedad abierta y sus enemigos”. De este modo, nos vemos obligados a elegir entre la fe en la razón y los individuos humanos, y la fe en las facultades místicas del hombre que le religan al colectivo. Entre el racionalismo crítico y el irracionalismo del método filosófico especulativo cuyo fruto principal es el relativismo moderno. Siguiendo el racionalismo especulativo de Whitehead diríamos que “Es tan cierto decir que el Universo es inmanente en Dios como que Dios es inmanente en el Universo… Es tan cierto decir que Dios crea el Universo como que el Universo crea a Dios”. Es el método esencialista de las definiciones –el método lógico silogístico- que debemos a Aristóteles, y que exige partir de premisas básicas verdaderas, dogmáticamente verdaderas, para deducir intuitivamente conclusiones sobre definiciones que debemos presumir dan la esencia de las cosas. Una suerte de filosofía oracular. Al principio fue el verbo. De ese poder mágico de las palabras extrae la izquierda radical europea su deconstrucción creativa, el «nihilismo constructivista» en términos de Jesús Trillo-Figueroa.
Si difícil se nos antojaba conocer las cosas por su mera observación, más estéril es aprehender su esencia a través del método de las definiciones. Pero las dificultades y la falibilidad del conocimiento no deben frustrar nuestras buenas intenciones porque, como diría Alfred Tarski, la verdad absoluta u objetiva existe y es posible formular hipótesis aproximativas, seguir el método ensayo y error, plantear conjeturas y refutaciones. Decía el novelista Roger Martin du Gard en Jean Barois: “ya es algo si sabemos dónde no se encuentra la verdad”.
La cosmología de los presocráticos -el intento de establecer la arquitectura del universo-, incluso, en sentido lato, su cosmogonía -las especulaciones acerca de la creación-, son el fundamento de nuestra civilización occidental. A ellos les debemos las ideas de verdad, democracia, justicia, humanidad y otras que forman parte de nuestro acervo cultural y político. Nuestra civilización se basa en la ciencia de Copérnico, Galileo, Kepler y Newton que a su vez constituyen la continuación de la cosmología de los griegos.
La escuela eleática postuló superar la mitología homérica y la teogonía de Hesíodo atribuyendo los orígenes del universo a un único elemento primigenio. Tales (uno de los Siete Sabios de Grecia y fundador de la escuela milesia) observó que los océanos se agitaban cuando la tierra temblaba por lo que consideró que el agua movía la tierra y daba origen a todas las cosas. Para Anaxímenes era el aire el arché o principio de todas las cosas, mientras Anaximadro lo atribuyó al ápeiron (el infinito) y Heráclito al fuego, como para el chamanismo pitagórico fueron los números.
Aunque realmente es Jenófanes quien derribaría la mitología antropomórfica y llamaría a desconfiar de los sentidos mediante el uso de la razón crítica. Parménides, inspirándose en este último, es considerado el inventor del método deductivo de argumentación y, en cierto modo, incluso del hipotético-deductivo. El poema de Parménides y la revelación que recibe de la diosa Dike lleva a las dos vías. La «vía de la Verdad» y la «vía de la Opinión». El mundo de la doxa (opinión) es mera apariencia y sólo parece verdad. Sólo es la verdad demostrable. Distingue así al igual que harán más tarde Kant y Shopenhauer, el mundo real del mundo del de la apariencia. La cosa en sí, el noúmeno, de los fenómenos. No podemos, pues, fiarnos de los sentidos, sino tan sólo de la razón y la prueba lógica.
Es a través de un invariante, de una primera premisa que no se altera, que Parménides formulará su hipótesis del mundo -el de la Verdad- como un bloque esférico permanente. El cambio heraclíteano, el todo fluye, es simple apariencia. El ser no es, por lo que la nada no existe. Esta teoría estimularía la crítica de los atomistas, Leucipo y Demócrito, que fundamentaron la física teórica durante 2000 años. El movimiento es un hecho. La nada o el espacio vacío no es pues inexistente. El mundo consta de átomos y vacío. Así, la filosofía parmenídea se escindió en dos formas principales: la teoría discontinuista de los atomistas y la teoría continuista del mundo pleno en movimiento, debida a Empédocles, Platón y Aristóteles. La teoría continuista de Aristóteles dominó la teología occidental en la Edad Media. En ella está implícita la idea de que la causa ha de ser igual al efecto. De este modo, todo cuanto existe ha existido en Dios. Con todo ello, tras veintidós siglos, siguen vigentes aún las dos vías de Parménides, la vía de la verdad bien redonda y la vía de la apariencia o de la ilusión. Científicos como Boltzmann, Minkowski, Weyl, Shrödinger, Gödel y Einstein han visto las cosas en términos similares. La búsqueda de invariantes o principios inalterables se ha convertido en el objeto de la ciencia.
No obstante, la apología parmenídea lleva al determinismo metafísico en el sentido que no puede explicar el azar, el «demonio clasificador» de Maxwell, que se convierte en mera ilusión de nuestra ignorancia. Esto conduce inexorablemente al fatalismo destructor de la naturaleza humana, de su libre albedrío, porque el futuro está abierto y sólo en parte se puede predecir. Como dijo Mises en Teoría e Historia, la libertad moral es la característica esencial del hombre. Por otro lado, Einstein al elaborar su teoría de la relatividad, que nos describe un mundo en cuatro dimensiones y donde el tiempo carece del carácter absoluto que tenía en la física mecánica de Newton no tuvo en cuenta el principio de incertidumbre de las leyes generales, o sea, la jugada de dados que introducen las leyes cuánticas. Más tarde Hartle y Hawking formularán la teoría del tiempo imaginario que permite la coexistencia de múltiples historias.
Así, para Hawking el universo estaría completamente autocontenido, no necesita nada fuera de sí para darle cuerda y poner en marcha sus mecanismos, sino que todo estaría determinado por las leyes de la ciencia y por lanzamientos de dados en el universo. A cada posible superficie cerrada le correspondería una historia, cada historia en el tiempo imaginario determinaría una historia en el tiempo real. El principio de incertidumbre permite la coexistencia de diferentes universos membrana sujetos a fluctuaciones cuánticas, como especula Stephen Hawking en su obra “un universo en una cáscara de nuez”.
En definitiva, la historia de la ciencia es la historia de la formulación de hipótesis sobre principios inalterables que, sin embargo, pueden ser sustituidos por otros mejores, siempre y cuando, nos permitan acercarnos mejor a la verdad. En ese sentido, el positivismo lógico del círculo de Viena y la epistemología sensualista de Mach, que llegó a fascinar a Einstein y a otros muchos físicos, no deja de ser la adaptación de la segunda vía de Parménides (la empírica) y el abandono de la primera, es decir la vía de la verdad, y la rendición al mundo de los sentidos. Esa es la línea del positivismo de Habermas, Rawls y de otros ideólogos socialdemócratas actuales que han renunciado a buscar la verdad. Al igual que para los sofistas sólo lo verosímil cumple una función, la verdad no importa, la ética pública no existe. Desde entonces la política ha sido una lucha continua entre la verdad y la retórica; entre el mundo de lo real y la mera apariencia oportunista.
Terminaré con el bello poema de Jenófanes que plasma en unos versos la teoría del conocimiento crítico y conjetural, que inspiró a Popper a lo largo de toda su vida:
La racionalidad de los presocráticos y su acrisolado espíritu crítico es la metodología que desentierra Popper de las entrañas de la epistemología empirista baconiana. Del conocimiento cierto y demostrable. La racionalidad crítica de los presocráticos pone en entredicho el aforismo sensualista Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Por el contrario, sólo puede darse el conocimiento conjetural porque como señaló Jenófanes «todo no es sino una maraña de sospechas».
Jenófanes de Colofón, nacido en el año 570 a.C. Poeta, rapsoda, historiador y filósofo, anticipó algunas las principales ideas de la Ilustración europea. Fue el fundador de la llamada ilustración griega y de la epistemología, la teoría del conocimiento. Nos enseña que el conocimiento es además objetivo. La verdad es la correspondencia con los hechos, sepa yo o no que se da tal correspondencia. Así, la verdad es objetiva. No obstante, la certeza es subjetiva: aun cuando exprese la verdad más perfecta, no se puede saber con certeza, sólo se puede conjeturar. Por ello hablamos de conocimiento conjetural. Pero un conocimiento mejor es una mejor aproximación a la verdad.
¡Cuán importante es la pérdida sufrida en los miasmas del relativismo intelectual que se ha instalado en Occidente! Equivale a la renuncia a conocer la verdad. Y, por tanto, dicho sea de paso, hace inútil el trabajo intelectual. Ser intelectual y relativista es imposible. Es decir, los intelectuales relativistas son unos embaucadores. Si todo es relativo, ¿para qué los intelectuales? La pérdida de confianza en el conocimiento y el vacío moral, que afecta con especial crudeza a los europeos, nos trae a la memoria lo que decía Anaximandro de que el mundo no es simplemente un proceso natural, sino un proceso moral. No en vano, la búsqueda de la verdad mediante la discusión crítica era para Sócrates, un racionalsita ético a pesar del legado platónico, la mejor forma de vida. Esos letales efectos para la ciencia y la racionalidad son los que denuncia Sir Karl en su célebre ensayo “La sociedad abierta y sus enemigos”. De este modo, nos vemos obligados a elegir entre la fe en la razón y los individuos humanos, y la fe en las facultades místicas del hombre que le religan al colectivo. Entre el racionalismo crítico y el irracionalismo del método filosófico especulativo cuyo fruto principal es el relativismo moderno. Siguiendo el racionalismo especulativo de Whitehead diríamos que “Es tan cierto decir que el Universo es inmanente en Dios como que Dios es inmanente en el Universo… Es tan cierto decir que Dios crea el Universo como que el Universo crea a Dios”. Es el método esencialista de las definiciones –el método lógico silogístico- que debemos a Aristóteles, y que exige partir de premisas básicas verdaderas, dogmáticamente verdaderas, para deducir intuitivamente conclusiones sobre definiciones que debemos presumir dan la esencia de las cosas. Una suerte de filosofía oracular. Al principio fue el verbo. De ese poder mágico de las palabras extrae la izquierda radical europea su deconstrucción creativa, el «nihilismo constructivista» en términos de Jesús Trillo-Figueroa.
Si difícil se nos antojaba conocer las cosas por su mera observación, más estéril es aprehender su esencia a través del método de las definiciones. Pero las dificultades y la falibilidad del conocimiento no deben frustrar nuestras buenas intenciones porque, como diría Alfred Tarski, la verdad absoluta u objetiva existe y es posible formular hipótesis aproximativas, seguir el método ensayo y error, plantear conjeturas y refutaciones. Decía el novelista Roger Martin du Gard en Jean Barois: “ya es algo si sabemos dónde no se encuentra la verdad”.
La cosmología de los presocráticos -el intento de establecer la arquitectura del universo-, incluso, en sentido lato, su cosmogonía -las especulaciones acerca de la creación-, son el fundamento de nuestra civilización occidental. A ellos les debemos las ideas de verdad, democracia, justicia, humanidad y otras que forman parte de nuestro acervo cultural y político. Nuestra civilización se basa en la ciencia de Copérnico, Galileo, Kepler y Newton que a su vez constituyen la continuación de la cosmología de los griegos.
La escuela eleática postuló superar la mitología homérica y la teogonía de Hesíodo atribuyendo los orígenes del universo a un único elemento primigenio. Tales (uno de los Siete Sabios de Grecia y fundador de la escuela milesia) observó que los océanos se agitaban cuando la tierra temblaba por lo que consideró que el agua movía la tierra y daba origen a todas las cosas. Para Anaxímenes era el aire el arché o principio de todas las cosas, mientras Anaximadro lo atribuyó al ápeiron (el infinito) y Heráclito al fuego, como para el chamanismo pitagórico fueron los números.
Aunque realmente es Jenófanes quien derribaría la mitología antropomórfica y llamaría a desconfiar de los sentidos mediante el uso de la razón crítica. Parménides, inspirándose en este último, es considerado el inventor del método deductivo de argumentación y, en cierto modo, incluso del hipotético-deductivo. El poema de Parménides y la revelación que recibe de la diosa Dike lleva a las dos vías. La «vía de la Verdad» y la «vía de la Opinión». El mundo de la doxa (opinión) es mera apariencia y sólo parece verdad. Sólo es la verdad demostrable. Distingue así al igual que harán más tarde Kant y Shopenhauer, el mundo real del mundo del de la apariencia. La cosa en sí, el noúmeno, de los fenómenos. No podemos, pues, fiarnos de los sentidos, sino tan sólo de la razón y la prueba lógica.
Es a través de un invariante, de una primera premisa que no se altera, que Parménides formulará su hipótesis del mundo -el de la Verdad- como un bloque esférico permanente. El cambio heraclíteano, el todo fluye, es simple apariencia. El ser no es, por lo que la nada no existe. Esta teoría estimularía la crítica de los atomistas, Leucipo y Demócrito, que fundamentaron la física teórica durante 2000 años. El movimiento es un hecho. La nada o el espacio vacío no es pues inexistente. El mundo consta de átomos y vacío. Así, la filosofía parmenídea se escindió en dos formas principales: la teoría discontinuista de los atomistas y la teoría continuista del mundo pleno en movimiento, debida a Empédocles, Platón y Aristóteles. La teoría continuista de Aristóteles dominó la teología occidental en la Edad Media. En ella está implícita la idea de que la causa ha de ser igual al efecto. De este modo, todo cuanto existe ha existido en Dios. Con todo ello, tras veintidós siglos, siguen vigentes aún las dos vías de Parménides, la vía de la verdad bien redonda y la vía de la apariencia o de la ilusión. Científicos como Boltzmann, Minkowski, Weyl, Shrödinger, Gödel y Einstein han visto las cosas en términos similares. La búsqueda de invariantes o principios inalterables se ha convertido en el objeto de la ciencia.
No obstante, la apología parmenídea lleva al determinismo metafísico en el sentido que no puede explicar el azar, el «demonio clasificador» de Maxwell, que se convierte en mera ilusión de nuestra ignorancia. Esto conduce inexorablemente al fatalismo destructor de la naturaleza humana, de su libre albedrío, porque el futuro está abierto y sólo en parte se puede predecir. Como dijo Mises en Teoría e Historia, la libertad moral es la característica esencial del hombre. Por otro lado, Einstein al elaborar su teoría de la relatividad, que nos describe un mundo en cuatro dimensiones y donde el tiempo carece del carácter absoluto que tenía en la física mecánica de Newton no tuvo en cuenta el principio de incertidumbre de las leyes generales, o sea, la jugada de dados que introducen las leyes cuánticas. Más tarde Hartle y Hawking formularán la teoría del tiempo imaginario que permite la coexistencia de múltiples historias.
Así, para Hawking el universo estaría completamente autocontenido, no necesita nada fuera de sí para darle cuerda y poner en marcha sus mecanismos, sino que todo estaría determinado por las leyes de la ciencia y por lanzamientos de dados en el universo. A cada posible superficie cerrada le correspondería una historia, cada historia en el tiempo imaginario determinaría una historia en el tiempo real. El principio de incertidumbre permite la coexistencia de diferentes universos membrana sujetos a fluctuaciones cuánticas, como especula Stephen Hawking en su obra “un universo en una cáscara de nuez”.
En definitiva, la historia de la ciencia es la historia de la formulación de hipótesis sobre principios inalterables que, sin embargo, pueden ser sustituidos por otros mejores, siempre y cuando, nos permitan acercarnos mejor a la verdad. En ese sentido, el positivismo lógico del círculo de Viena y la epistemología sensualista de Mach, que llegó a fascinar a Einstein y a otros muchos físicos, no deja de ser la adaptación de la segunda vía de Parménides (la empírica) y el abandono de la primera, es decir la vía de la verdad, y la rendición al mundo de los sentidos. Esa es la línea del positivismo de Habermas, Rawls y de otros ideólogos socialdemócratas actuales que han renunciado a buscar la verdad. Al igual que para los sofistas sólo lo verosímil cumple una función, la verdad no importa, la ética pública no existe. Desde entonces la política ha sido una lucha continua entre la verdad y la retórica; entre el mundo de lo real y la mera apariencia oportunista.
Terminaré con el bello poema de Jenófanes que plasma en unos versos la teoría del conocimiento crítico y conjetural, que inspiró a Popper a lo largo de toda su vida:
Los dioses no revelaron desde el principio,
Todas las cosas a los mortales,
sino que ellos, con el transcurso del tiempo,
Mediante la búsqueda, pueden
llegar a conocer mejor las cosas.
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