“Largo, duro y difícil”. Así describe nuestro Presidente su mal llamado proceso de paz. Y tan largo, más de 30 años matando; y tan duro, cerca de mil muertos; y tan difícil, porque, como decía el novelista francés Remy de Gourmont, “la paz se posee cuando se puede imponer”.
La paz no es un fin, como no lo es la democracia. La paz es un estado de cosas que favorece la consecución de los múltiples fines de los hombres, entre ellos, el derecho a perseguir su propia felicidad. El derecho a elegir cómo ser feliz. En síntesis: el derecho a ser un hombre libre. Sólo en los sistemas totalitarios y teleocráticos -valga la redundancia- los hombres están determinados por los fines. No se rigen por unas normas de conducta, inspiradas por el afán de justicia y el respeto a la tradición, sino que se someten, más o menos conscientemente, a los planes de una autoridad. Por ello, produce grima leer la cita de Zapatero, en una reciente entrevista en el País, a un gran amante de la paz y devoto de la herencia cultural europea, Stefan Zweig.
Su apasionada devoción por la cultura europea, que creía agonizante bajo la garra de los nacionalismos, le infundiría las energías para llevar a cabo el acto más sublime, no por ello menos soberbio y estéril, que puede cometer un hombre: el suicidio. Me temo que lo de Zapatero sólo es un recurso dialéctico sin esperanza.
Afortunadamente, Stefan Zweig nos dejó mucho más que un trágico final. Nos legó una de las mayores aportaciones literarias del siglo XX. Su obra es una pieza fundamental para entender el espíritu de entreguerras. Sus denodados esfuerzos por promover la paz, impresos en sus memorias (“El mundo de ayer”), fueron sofocados por el estruendoso clamor de unos hombres ávidos por cumplir su destino.
En la presente obra, el escritor austriaco inmortaliza, con su acostumbrada maestría, catorce instantáneas que marcaron el destino de Europa. Atrapa entre los sedosos telares, que tiende su arácnido genio, el momento decisivo que frustró el destino labrado en los sillares de la historia. Ese instante que apartó de la gloria a un hombre que, teniendo en sus manos la fortuna del mundo, litografió su epitafio.
A quién no le hubiera gustado presenciar aquellos idus de marzo en que, tras la muerte anunciada de Julio César, Marco Tulio Cicerón dudó, por flaqueza de espíritu y aversión a la sangre, en asumir las riendas de la República; y, esa duda se convertiría en su propia tumba, con ella se desvaneció definitivamente la esperanza de restablecer las costumbres de los mayores (mos maiorum) y la autoridad del senado y del pueblo.
La caída de Bizancio es otro de los momentos históricos que llaman la atención de este excepcional captador de esencias. La imponente muralla de Teodosio quita el sueño al ambicioso Mehmet. Aun así, no se arredra ante tamaña empresa y contrata a Urbas, el húngaro, el fundidor de cañones más experimentado e ingenioso del mundo. No será esa primera máquina arrojapiedras del mundo la que, en 1453, abra las puertas del exangüe imperio romano de Oriente a los jenízaros, haciendo repicar las campanas de Santa Sofía por el advenimiento del imperio otomano. No. Una puerta, una pequeña puerta olvidada, la Kerkaporta, sellará su destino.
Stefan Zweig capta con ubérrima sensibilidad la psicología de sus proteicos personajes y los delicados matices ambientales que inclinaron la balanza en la batalla de Waterloo; que impregnaron de valor y codicia a Núñez de Balboa en la conquista de El Dorado; que acompañaron los pasos de Scott en su frustrada aventura antártica; o estremecieron a Dostoievski en los momentos previos a la condonación de su pena de muerte por el zar. Toda una panoplia de efectos sonoros y musicales al servicio de la metempsícosis de nuestras extáticas almas en su máquina del tiempo.
Aunque su acto final, anticipando lo que más tarde le impulsaría a huir cobardemente de este mundo, lo componen las esperanzas de paz y los sueños frustrados de quien realmente fue un pacifista y un amante de la tradición europea. Esperanzas encarnadas en la figura de un Presidente americano, Wilson, bienintencionado en sus esfuerzos, embriagado por el espíritu pacifista que siempre despierta el olor a muerte, e incapaz de aquietar los apetitos nacionalistas de los vencedores de la primera guerra industrial de Europa. Es ese tribalismo identitario el que impide al ciudadano liberarse de las fronteras marcadas a sangre y fuego por las organizaciones teleocráticas europeas; que impide la floración de lo que Adam Smith denominó la Gran Sociedad -Sociedad abierta, en expresión de Sir Popper-, frustrando los humanos deseos de paz y libertad bajo la visión platónica de una sociedad mítica, predestinada, basada en una organización en la que los individuos se ciñen con invisibles cadenas. Sueños de grandeza que se creyeron enterrados bajo los cimientos del proyecto de una mayor integración europea.
La paz, esa palabra capaz de encandilar a los hombres más ilustres y de atenazar los espíritus más despiertos, es sólo una dulce melodía que busca desatarnos del mástil de nuestros valores más fértiles y condenarnos al inframundo de los sueños colectivos. La paz sin libertad sólo beneficia a los tiranos. Ya lo advirtió Hayek cuando señaló el peligro de destruir las naciones históricas en aras de conseguir una Gran Sociedad, surgirían nuevas pretensiones nacionalistas que acabarían por frustar el proyecto de una Europa unida en la que el individuo fuese su propio dueño. Son, sin duda, esos valores, aposentos culturales de la tradición liberal europea y del esfuerzo generacional por refrendar y perfeccionar el conjunto de normas espontáneas que rigen nuestra conducta, los que nos salvarán de los falsos profetas y de los cantos de sirena de las sociedades totalitarias.
Así, éste es uno de esos momentos históricos de los que habla Zweig en los que bien el azar, bien la pusilánime decisión de un hombre, pueden sellar el destino de la historia. Es por este motivo que debemos elegir entre los seductores sonetos que preludian la paz y anuncian el advenimiento de un nuevo orden o la firme defensa de nuestro acervo cultural y de nuestra historia; ille mos virtusquem maoiurum (por aquellas costumbres y el honor de nuestros antepasados). Yo he decidido: ¡no a ETA; no a sus amigos! Y parafraseando a Cicerón en su séptima Filípica: "¿Por qué no quiero la paz? Porque es vergonzosa, porque es peligrosísima, porque es imposible".
La paz no es un fin, como no lo es la democracia. La paz es un estado de cosas que favorece la consecución de los múltiples fines de los hombres, entre ellos, el derecho a perseguir su propia felicidad. El derecho a elegir cómo ser feliz. En síntesis: el derecho a ser un hombre libre. Sólo en los sistemas totalitarios y teleocráticos -valga la redundancia- los hombres están determinados por los fines. No se rigen por unas normas de conducta, inspiradas por el afán de justicia y el respeto a la tradición, sino que se someten, más o menos conscientemente, a los planes de una autoridad. Por ello, produce grima leer la cita de Zapatero, en una reciente entrevista en el País, a un gran amante de la paz y devoto de la herencia cultural europea, Stefan Zweig.
Su apasionada devoción por la cultura europea, que creía agonizante bajo la garra de los nacionalismos, le infundiría las energías para llevar a cabo el acto más sublime, no por ello menos soberbio y estéril, que puede cometer un hombre: el suicidio. Me temo que lo de Zapatero sólo es un recurso dialéctico sin esperanza.
Afortunadamente, Stefan Zweig nos dejó mucho más que un trágico final. Nos legó una de las mayores aportaciones literarias del siglo XX. Su obra es una pieza fundamental para entender el espíritu de entreguerras. Sus denodados esfuerzos por promover la paz, impresos en sus memorias (“El mundo de ayer”), fueron sofocados por el estruendoso clamor de unos hombres ávidos por cumplir su destino.
En la presente obra, el escritor austriaco inmortaliza, con su acostumbrada maestría, catorce instantáneas que marcaron el destino de Europa. Atrapa entre los sedosos telares, que tiende su arácnido genio, el momento decisivo que frustró el destino labrado en los sillares de la historia. Ese instante que apartó de la gloria a un hombre que, teniendo en sus manos la fortuna del mundo, litografió su epitafio.
A quién no le hubiera gustado presenciar aquellos idus de marzo en que, tras la muerte anunciada de Julio César, Marco Tulio Cicerón dudó, por flaqueza de espíritu y aversión a la sangre, en asumir las riendas de la República; y, esa duda se convertiría en su propia tumba, con ella se desvaneció definitivamente la esperanza de restablecer las costumbres de los mayores (mos maiorum) y la autoridad del senado y del pueblo.
La caída de Bizancio es otro de los momentos históricos que llaman la atención de este excepcional captador de esencias. La imponente muralla de Teodosio quita el sueño al ambicioso Mehmet. Aun así, no se arredra ante tamaña empresa y contrata a Urbas, el húngaro, el fundidor de cañones más experimentado e ingenioso del mundo. No será esa primera máquina arrojapiedras del mundo la que, en 1453, abra las puertas del exangüe imperio romano de Oriente a los jenízaros, haciendo repicar las campanas de Santa Sofía por el advenimiento del imperio otomano. No. Una puerta, una pequeña puerta olvidada, la Kerkaporta, sellará su destino.
Stefan Zweig capta con ubérrima sensibilidad la psicología de sus proteicos personajes y los delicados matices ambientales que inclinaron la balanza en la batalla de Waterloo; que impregnaron de valor y codicia a Núñez de Balboa en la conquista de El Dorado; que acompañaron los pasos de Scott en su frustrada aventura antártica; o estremecieron a Dostoievski en los momentos previos a la condonación de su pena de muerte por el zar. Toda una panoplia de efectos sonoros y musicales al servicio de la metempsícosis de nuestras extáticas almas en su máquina del tiempo.
Aunque su acto final, anticipando lo que más tarde le impulsaría a huir cobardemente de este mundo, lo componen las esperanzas de paz y los sueños frustrados de quien realmente fue un pacifista y un amante de la tradición europea. Esperanzas encarnadas en la figura de un Presidente americano, Wilson, bienintencionado en sus esfuerzos, embriagado por el espíritu pacifista que siempre despierta el olor a muerte, e incapaz de aquietar los apetitos nacionalistas de los vencedores de la primera guerra industrial de Europa. Es ese tribalismo identitario el que impide al ciudadano liberarse de las fronteras marcadas a sangre y fuego por las organizaciones teleocráticas europeas; que impide la floración de lo que Adam Smith denominó la Gran Sociedad -Sociedad abierta, en expresión de Sir Popper-, frustrando los humanos deseos de paz y libertad bajo la visión platónica de una sociedad mítica, predestinada, basada en una organización en la que los individuos se ciñen con invisibles cadenas. Sueños de grandeza que se creyeron enterrados bajo los cimientos del proyecto de una mayor integración europea.
La paz, esa palabra capaz de encandilar a los hombres más ilustres y de atenazar los espíritus más despiertos, es sólo una dulce melodía que busca desatarnos del mástil de nuestros valores más fértiles y condenarnos al inframundo de los sueños colectivos. La paz sin libertad sólo beneficia a los tiranos. Ya lo advirtió Hayek cuando señaló el peligro de destruir las naciones históricas en aras de conseguir una Gran Sociedad, surgirían nuevas pretensiones nacionalistas que acabarían por frustar el proyecto de una Europa unida en la que el individuo fuese su propio dueño. Son, sin duda, esos valores, aposentos culturales de la tradición liberal europea y del esfuerzo generacional por refrendar y perfeccionar el conjunto de normas espontáneas que rigen nuestra conducta, los que nos salvarán de los falsos profetas y de los cantos de sirena de las sociedades totalitarias.
Así, éste es uno de esos momentos históricos de los que habla Zweig en los que bien el azar, bien la pusilánime decisión de un hombre, pueden sellar el destino de la historia. Es por este motivo que debemos elegir entre los seductores sonetos que preludian la paz y anuncian el advenimiento de un nuevo orden o la firme defensa de nuestro acervo cultural y de nuestra historia; ille mos virtusquem maoiurum (por aquellas costumbres y el honor de nuestros antepasados). Yo he decidido: ¡no a ETA; no a sus amigos! Y parafraseando a Cicerón en su séptima Filípica: "¿Por qué no quiero la paz? Porque es vergonzosa, porque es peligrosísima, porque es imposible".
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